ARTHUR RIMBAUD
[1854-1891]
Poeta francés, uno de los máximos
representantes del simbolismo. Nació y estudió en Charleville, en el
departamento de Ardenas. Dio muestras de una gran precocidad intelectual y
comenzó a escribir versos a los 10 años. A los 17 escribió un poema
sorprendentemente original, «El barco ebrio (1871)», y se lo llevó al poeta
Paul Verlaine. Su obra está profundamente influida por Baudelaire, por sus
lecturas sobre ocultismo y por su preocupación religiosa. Su exploración sobre
el inconsciente individual y su experimentación con el ritmo y las palabras,
que emplea únicamente por su valor evocativo, marcaron el tono del movimiento
simbolista e impresionaron tanto a Verlaine que animó al joven poeta a
trasladarse a París. Se inició entre ellos una amistad que se transformó en una
tormentosa e inestable relación que duró de 1872 a 1873. Viajaron juntos por Inglaterra
y Bélgica. En este último país, Verlaine, intentó en dos ocasiones matar a su
joven amigo por sus infidelidades, y éste resultó gravemente herido en el
segundo intento por lo que acabó en el hospital y Verlaine en la cárcel.
Rimbaud ofrece un relato alegórico sobre este asunto en «Una temporada en el
infierno (1873)». A la salida del hospital viajó por Europa, se dedicó al
comercio en el Norte de África y residió en Harar y Shoa, en la Abisinia
central. Verlaine, convencido de que Rimbaud había muerto, recopiló sus poemas
en Iluminaciones (1886). Esta obra contiene el famoso Soneto de las vocales, en
el que a cada una de las cinco vocales se le asigna un color. En 1891 Rimbaud
regresó a Francia para ser tratado de un tumor en la rodilla, a consecuencia
del cual murió en el hospital de Marsella en noviembre de ese mismo año. La
fuerza de sus poemas escritos entre los diez y los veinte años le hace figurar
entre los más originales poetas franceses de todos los tiempos y ha ejercido
una profunda influencia en toda la poesía posterior a él.
FLORES
«Desde una grada de oro. -entre los cordones
de
seda,
las gasas grises, los terciopelos verdes y los
discos de cristal que se ennegrecen como
bronce al
sol. - veo a la digital abrirse sobre un
tapiz de
filigranas de plata, ojos y cabelleras.
Piezas de oro amarillo sembradas en el ágata,
pilares de caoba soportando un domo de
esmeraldas, ramilletes de satén blanco y
finas varas
de rubí rodean la rosa de agua.
Como un dios de enormes ojos azules y formas de
nieve, el mar y el cielo atraen a las
terrazas de
mármol a la muchedumbre de jóvenes y fuertes
rosas».
EL BAILE DE LOS AHORCADOS
«En la horca negra bailan, amable manco,
bailan los paladines,
los descarnados danzarines del diablo;
danzan que danzan sin fin
los esqueletos de Saladín.
¡Monseñor Belzebú tira de la corbata
de sus títeres negros, que al cielo
gesticulan,
y al darles en la frente un buen zapatillazo
les obliga a bailar ritmos de Villancico!
Sorprendidos, los títeres, juntan sus brazos
gráciles:
como un órgano negro, los pechos horadados,
que antaño damiselas gentiles abrazaban,
se rozan y entrechocan, en espantoso amor.
¡Hurra!, alegres danzantes que perdisteis la
panza,
trenzad vuestras cabriolas pues el tablao es
amplio,
¡Que no sepan, por Dios, si es danza o es
batalla!
¡Furioso, Belzebú rasga sus violines!
¡Rudos talones; nunca su sandalia se gasta!
Todos se han despojado de su sayo de piel:
lo que queda no asusta y se ve sin escándalo.
En sus cráneos, la nieve ha puesto un blanco
gorro.
El cuervo es la cimera de estas cabezas
rotas;
cuelga un jirón de carne de su flaca
barbilla:
parecen, cuando giran en sombrías refriegas,
rígidos paladines, con bardas de cartón.
¡Hurra!, ¡que el cierzo azuza en el vals de
los huesos!
¡y la horca negra muge cual órgano de hierro!
y responden los lobos desde bosques morados:
rojo, en el horizonte, el cielo es un
infierno...
¡Zarandéame a estos fúnebres capitanes
que desgranan, ladinos, con largos dedos
rotos,
un rosario de amor por sus pálidas vértebras:
¡difuntos, que no estamos aquí en un
monasterio!
Y de pronto, en el centro de esta danza
macabra
brinca hacia el cielo rojo, loco, un gran
esqueleto,
llevado por el ímpetu, cual corcel se
encabrita
y, al sentir en el cuello la cuerda tiesa
aún,
crispa sus cortos dedos contra un fémur que
cruje
con gritos que recuerdan atroces carcajadas,
y, como un saltimbanqui se agita en su
caseta,
vuelve a iniciar su baile al son de la
osamenta.
En la horca negra bailan, amable manco,
bailan los paladines,
los descarnados danzarines del diablo;
danzan que danzan sin fin
los esqueletos de Saladín».
PRIMERA VELADA
«Ella estaba tan desnuda...
grandes árboles indiscretos
tendían al cristal sus ramas
con malicia, cerca, cerca.
Sentada en mi gran silla,
el cuerpo semidesnudo, ella trenzaba las
manos.
Sobre el suelo de la estancia,
de gozo se estremecían sus piececitos tan
finos.
Miré, color de la cera,
un pequeño rayo montés
mariposeando en su sonrisa
y por encima de su pecho como mosca en un
rosal.
Besé sus finos tobillos.
Su risa dulce y brutal
se desgranó en claros gorjeos
alegres y cristalinos.
Los pies bajo la camisa
se escurrieron: “¡Estate quieto!”
El primer atrevimiento
fingió castigar su risa.
Palpitantes bajo mis labios,
besé muy suave sus ojos:
ella reclinó su cabeza
delicada: “¡Ah!, mucho mejor...
Señor, debo decirle algo...”
Le arrojé el resto a su pecho
en un beso que le produjo
risas de consentimiento...
Ella estaba tan desnuda...
Grandes árboles indiscretos
tendían al cristal sus ramas
con malicia, cerca, cerca».
ORACIÓN DE LA TARDE
«Como un ángel en manos del barbero, sentado
vivo. Y empuño un chop de acentuadas estrías.
Una pipa en los dientes y el epigastrio
inflado,
en el aire que surcan inciertas travesías.
Como las heces cálidas de un palomar vetusto,
mil sueños en mí dejan una dulzura ardiente:
Y así mi corazón es como un triste arbusto
que tiñen rojas gotas de un oro
incandescente.
Y una vez que a mis sueños me los volví a
beber,
cauto, después de treinta o cuarenta
festejos,
a calmar me retiro el acre menester.
Dulce como el Señor del cedro y los hisopos,
meo hacia el cielo ardo, muy arriba y muy
lejos,
con la equiescencia de los grandes
heliotropos».
MÍSTICO
«En la pendiente del terraplén, los ángeles
cambian sus túnicas de lana en los pastos de
acero
y de esmeralda.
Prados de llamas saltan hasta la cima del
Mamelón. A la izquierda, la tierra del borde
está
pisoteada por todos los homicidios y todas
las
batallas, y todos los ruidos desastrosos
siguen su
curva.
Detrás del borde de la derecha, la línea de
los
orientes, de los progresos.
Y, mientras, la franja superior del tablero
está
Formada por el rumor giratorio y saltante de
las
caracolas marinas y de las noches humanas.
La dulzura florida de las estrellas y del
cielo y de
todo lo demás desciende ante el terraplén,
como
una cesta -contra nuestro rostro-, y forma el
abismo
fragante y azul allá abajo».
AURORA
«Abracé a la aurora del verano.
Nada se movía aún en la faz de
los palacios.
El Agua estaba muerta. Los campos
de sombras
no abandonaban el camino del
bosque.
Anduve, y despertaron los hálitos
vivientes y tibios,
y las piedras preciosas miraron,
y las alas se
alzaron sin ruido.
La primera aventura fue, en el
sendero ya henchido
de frescos y pálidos destellos,
una flor que me dijo
su nombre.
Reí al salto de agua rubio que se
desgreñó
a través de los abetos: en la
cima plateada reconocí
a la diosa.
Entonces retiré uno a uno los
velos. En el camino,
agitando los brazos. A través de
la llanura, donde
la denuncié al gallo. En la gran
ciudad, ella huía
entre los campanarios. Y las
cúpulas, y yo la
perseguí corriendo como un
mendigo sobre los
muelles de mármol.
En lo alto del camino, cerca de
un bosque
de laureles, la rodeé con sus
velos amontonados y
sentí algo de su inmenso cuerpo.
La aurora y el
niño cayeron al pie del bosque.
Al despertar era mediodía».
FLORES
«Desde una gradería de oro -entre los
cordones
de seda, las gasas grises, los terciopelos
verdes y
los discos de cristal que se oscurecen como
el
bronce bajo el sol-, veo abrirse la digital
sobre un
tapiz de filigranas de plata, de ojos y
cabelleras.
Monedas de oro amarillo sembradas sobre el
ágata,
pilares de caoba que soportan una cúpula de
esmeraldas, manojos de rasos blancos y finas
varas
de rubí rodean la rosa de agua.
Semejantes a un dios con enormes ojos azules
y con formas de nieve, el mar y el cielo
atraen a las
terrazas de mármol la multitud de jóvenes y
fuertes
rosas.
MARINA
«Los carros de plata y cobre -
las proas de acero y de plata -
hieren la espuma -,
agitan los tallos de las zarzas.
Las corrientes del páramo,
y las huellas inmensas del reflujo,
corren circularmente hacia el este,
hacia los pilares del bosque,
hacia los postes del muelle,
cuyo ángulo castigan torbellinos de luz».
FIESTA INVERNAL
«La cascada resuena detrás de las cabañas de
ópera cómica.
Las girándulas se extienden, en los
jardines vecinos al meandro - los verdes y los
rojos
del crepúsculo.
Ninfas de Horacio con peinados del
Primer Imperio. - Rondas siberianas, mujeres
chinas de Boucher».
GUERRA
«Cuando niño, ciertos cielos afinaron mi
óptica:
todos los caracteres matizaron mi fisonomía.
Los
fenómenos se alteraron. Ahora, la inflexión
eterna
de los momentos y el infinito de las
matemáticas me
persiguen a través de ese mundo donde padezco
todos los éxitos civiles, restado por la
niñez extraña
y los afectos enormes. Sueño con una guerra,
de derecho o de fuerza, de lógica muy
imprevista.
Tan simple como una frase musical».
UNA TEMPORADA EN EL INFIERNO
(Fragmento)
«Antaño, si mal no recuerdo, mi vida era un
festín
donde todos los corazones se abrían, donde
corrían
todos los vinos.
Una noche, senté a la Belleza en mis
rodillas. -Y
La encontré amarga. - Y la injurié.
Tomé las armas contra la justicia.
Hui. ¡Oh brujas, oh miserias, oh rencor a
vosotros
fue confiado mi tesoro!
Logré que se desvaneciera de mi espíritu toda
esperanza humana. Salté sobre toda alegría,
para
estrangularla, con el silencioso salto de la
bestia
feroz.
Llamé a los verdugos para morder, al morir,
la
culata de sus fusiles. Llamé a las plagas
para
ahogarme con arena, con sangre.
La desgracia fue mi dios.
Me revolqué en el fango. Me sequé con el aire
del
crimen. Y jugué unas cuantas veces a la
demencia.
Y la primavera me trajo la horrible risa del
idiota.
Pero, hallándome recientemente a punto de
lanzar
el último gallo, se me ocurrió buscar la
llave del
antiguo festín, donde quizá recuperara el
apetito.
La caridad es esa llave. - ¡Esta inspiración
demuestra que he soñado!
"Seguirás siendo hiena, etc....",
exclama el
Demonio que me coronó con tan amables
amapolas.
"Gana la muerte con todos tus apetitos,
y tu
egoísmo, y todos los pecados capitales".
Ah, demasiado harto estoy de eso: - Pero,
querido
Satán, te conjuro: ¡una pupila menos
irritada!
Y, en espera de algunas pequeñas infamias que
se
demoran, para ti que prefieres en el escritor
la
ausencia de facultades descriptivas o
instructivas,
desprendo estas horrendas hojas de mi
cuaderno
de condenado».
Edición final: V.D.M.