domingo, 12 de noviembre de 2017

Tributo a Rimbaud: el poeta rebelde



ARTHUR RIMBAUD

[1854-1891]

 

Poeta francés, uno de los máximos representantes del simbolismo. Nació y estudió en Charleville, en el departamento de Ardenas. Dio muestras de una gran precocidad intelectual y comenzó a escribir versos a los 10 años. A los 17 escribió un poema sorprendentemente original, «El barco ebrio (1871)», y se lo llevó al poeta Paul Verlaine. Su obra está profundamente influida por Baudelaire, por sus lecturas sobre ocultismo y por su preocupación religiosa. Su exploración sobre el inconsciente individual y su experimentación con el ritmo y las palabras, que emplea únicamente por su valor evocativo, marcaron el tono del movimiento simbolista e impresionaron tanto a Verlaine que animó al joven poeta a trasladarse a París. Se inició entre ellos una amistad que se transformó en una tormentosa e inestable relación que duró de 1872 a 1873. Viajaron juntos por Inglaterra y Bélgica. En este último país, Verlaine, intentó en dos ocasiones matar a su joven amigo por sus infidelidades, y éste resultó gravemente herido en el segundo intento por lo que acabó en el hospital y Verlaine en la cárcel. Rimbaud ofrece un relato alegórico sobre este asunto en «Una temporada en el infierno (1873)». A la salida del hospital viajó por Europa, se dedicó al comercio en el Norte de África y residió en Harar y Shoa, en la Abisinia central. Verlaine, convencido de que Rimbaud había muerto, recopiló sus poemas en Iluminaciones (1886). Esta obra contiene el famoso Soneto de las vocales, en el que a cada una de las cinco vocales se le asigna un color. En 1891 Rimbaud regresó a Francia para ser tratado de un tumor en la rodilla, a consecuencia del cual murió en el hospital de Marsella en noviembre de ese mismo año. La fuerza de sus poemas escritos entre los diez y los veinte años le hace figurar entre los más originales poetas franceses de todos los tiempos y ha ejercido una profunda influencia en toda la poesía posterior a él.

 

 

FLORES

«Desde una grada de oro. -entre los cordones de

 seda, las gasas grises, los terciopelos verdes y los

discos de cristal que se ennegrecen como bronce al

sol. - veo a la digital abrirse sobre un tapiz de

filigranas de plata, ojos y cabelleras.

 

Piezas de oro amarillo sembradas en el ágata,

 pilares de caoba soportando un domo de

esmeraldas, ramilletes de satén blanco y finas varas

de rubí rodean la rosa de agua.

 

Como un dios de enormes ojos azules y formas de

nieve, el mar y el cielo atraen a las terrazas de

mármol a la muchedumbre de jóvenes y fuertes

rosas».

 

 

EL BAILE DE LOS AHORCADOS

«En la horca negra bailan, amable manco,

bailan los paladines,

los descarnados danzarines del diablo;

danzan que danzan sin fin

los esqueletos de Saladín.

 

¡Monseñor Belzebú tira de la corbata

de sus títeres negros, que al cielo gesticulan,

y al darles en la frente un buen zapatillazo

les obliga a bailar ritmos de Villancico!

 

Sorprendidos, los títeres, juntan sus brazos gráciles:

como un órgano negro, los pechos horadados,

que antaño damiselas gentiles abrazaban,

se rozan y entrechocan, en espantoso amor.

 

¡Hurra!, alegres danzantes que perdisteis la panza,

trenzad vuestras cabriolas pues el tablao es amplio,

¡Que no sepan, por Dios, si es danza o es batalla!

¡Furioso, Belzebú rasga sus violines!

 

¡Rudos talones; nunca su sandalia se gasta!

Todos se han despojado de su sayo de piel:

lo que queda no asusta y se ve sin escándalo.

En sus cráneos, la nieve ha puesto un blanco gorro.

 

El cuervo es la cimera de estas cabezas rotas;

cuelga un jirón de carne de su flaca barbilla:

parecen, cuando giran en sombrías refriegas,

rígidos paladines, con bardas de cartón.

 

¡Hurra!, ¡que el cierzo azuza en el vals de los huesos!

¡y la horca negra muge cual órgano de hierro!

y responden los lobos desde bosques morados:

rojo, en el horizonte, el cielo es un infierno...

 

¡Zarandéame a estos fúnebres capitanes

que desgranan, ladinos, con largos dedos rotos,

un rosario de amor por sus pálidas vértebras:

¡difuntos, que no estamos aquí en un monasterio!

 

Y de pronto, en el centro de esta danza macabra

brinca hacia el cielo rojo, loco, un gran esqueleto,

llevado por el ímpetu, cual corcel se encabrita

y, al sentir en el cuello la cuerda tiesa aún,

crispa sus cortos dedos contra un fémur que cruje

con gritos que recuerdan atroces carcajadas,

y, como un saltimbanqui se agita en su caseta,

vuelve a iniciar su baile al son de la osamenta.

 

En la horca negra bailan, amable manco,

bailan los paladines,

los descarnados danzarines del diablo;

danzan que danzan sin fin

los esqueletos de Saladín».

 

 

PRIMERA VELADA

«Ella estaba tan desnuda...

grandes árboles indiscretos

tendían al cristal sus ramas

con malicia, cerca, cerca.

Sentada en mi gran silla,

el cuerpo semidesnudo, ella trenzaba las manos.

Sobre el suelo de la estancia,

de gozo se estremecían sus piececitos tan finos.

Miré, color de la cera,

un pequeño rayo montés

mariposeando en su sonrisa

y por encima de su pecho como mosca en un rosal.

Besé sus finos tobillos.

Su risa dulce y brutal

se desgranó en claros gorjeos

alegres y cristalinos.

Los pies bajo la camisa

se escurrieron: “¡Estate quieto!”

El primer atrevimiento

fingió castigar su risa.

Palpitantes bajo mis labios,

besé muy suave sus ojos:

ella reclinó su cabeza

delicada: “¡Ah!, mucho mejor...

Señor, debo decirle algo...”

Le arrojé el resto a su pecho

en un beso que le produjo

risas de consentimiento...

Ella estaba tan desnuda...

Grandes árboles indiscretos

tendían al cristal sus ramas

con malicia, cerca, cerca».

 

 

ORACIÓN DE LA TARDE

«Como un ángel en manos del barbero, sentado

vivo. Y empuño un chop de acentuadas estrías.

Una pipa en los dientes y el epigastrio inflado,

en el aire que surcan inciertas travesías.

 

Como las heces cálidas de un palomar vetusto,

mil sueños en mí dejan una dulzura ardiente:

Y así mi corazón es como un triste arbusto

que tiñen rojas gotas de un oro incandescente.

 

Y una vez que a mis sueños me los volví a beber,

cauto, después de treinta o cuarenta festejos,

a calmar me retiro el acre menester.

 

Dulce como el Señor del cedro y los hisopos,

meo hacia el cielo ardo, muy arriba y muy lejos,

con la equiescencia de los grandes heliotropos».

 

 

MÍSTICO

«En la pendiente del terraplén, los ángeles

cambian sus túnicas de lana en los pastos de acero

y de esmeralda.

Prados de llamas saltan hasta la cima del

Mamelón. A la izquierda, la tierra del borde está

pisoteada por todos los homicidios y todas las

batallas, y todos los ruidos desastrosos siguen su

curva.

Detrás del borde de la derecha, la línea de los

orientes, de los progresos.

Y, mientras, la franja superior del tablero está

Formada por el rumor giratorio y saltante de las

caracolas marinas y de las noches humanas.

La dulzura florida de las estrellas y del cielo y de

todo lo demás desciende ante el terraplén, como

una cesta -contra nuestro rostro-, y forma el abismo

fragante y azul allá abajo».

 

 

AURORA

«Abracé a la aurora del verano.

Nada se movía aún en la faz de los palacios.

El Agua estaba muerta. Los campos de sombras

no abandonaban el camino del bosque.

Anduve, y despertaron los hálitos vivientes y tibios,

y las piedras preciosas miraron, y las alas se

alzaron sin ruido.

La primera aventura fue, en el sendero ya henchido

de frescos y pálidos destellos, una flor que me dijo

su nombre.

Reí al salto de agua rubio que se desgreñó

a través de los abetos: en la cima plateada reconocí

a la diosa.

Entonces retiré uno a uno los velos. En el camino,

agitando los brazos. A través de la llanura, donde

la denuncié al gallo. En la gran ciudad, ella huía

entre los campanarios. Y las cúpulas, y yo la

perseguí corriendo como un mendigo sobre los

muelles de mármol.

En lo alto del camino, cerca de un bosque

de laureles, la rodeé con sus velos amontonados y

sentí algo de su inmenso cuerpo. La aurora y el

niño cayeron al pie del bosque.

Al despertar era mediodía».

 

 

FLORES

«Desde una gradería de oro -entre los cordones

de seda, las gasas grises, los terciopelos verdes y

los discos de cristal que se oscurecen como el

bronce bajo el sol-, veo abrirse la digital sobre un

tapiz de filigranas de plata, de ojos y cabelleras.

Monedas de oro amarillo sembradas sobre el ágata,

pilares de caoba que soportan una cúpula de

esmeraldas, manojos de rasos blancos y finas varas

de rubí rodean la rosa de agua.

Semejantes a un dios con enormes ojos azules

y con formas de nieve, el mar y el cielo atraen a las

terrazas de mármol la multitud de jóvenes y fuertes

rosas.

 

 MARINA

«Los carros de plata y cobre -

las proas de acero y de plata -

hieren la espuma -,

agitan los tallos de las zarzas.

Las corrientes del páramo,

y las huellas inmensas del reflujo,

corren circularmente hacia el este,

hacia los pilares del bosque,

hacia los postes del muelle,

cuyo ángulo castigan torbellinos de luz».

 

 

FIESTA INVERNAL

«La cascada resuena detrás de las cabañas de

 ópera cómica. Las girándulas se extienden, en los

 jardines vecinos al meandro - los verdes y los rojos

 del crepúsculo. Ninfas de Horacio con peinados del

Primer Imperio. - Rondas siberianas, mujeres

chinas de Boucher».


 

 GUERRA

«Cuando niño, ciertos cielos afinaron mi óptica:

todos los caracteres matizaron mi fisonomía. Los

fenómenos se alteraron. Ahora, la inflexión eterna

de los momentos y el infinito de las matemáticas me

 persiguen a través de ese mundo donde padezco

todos los éxitos civiles, restado por la niñez extraña

y los afectos enormes. Sueño con una guerra,

de derecho o de fuerza, de lógica muy imprevista.

Tan simple como una frase musical».

 

 

UNA TEMPORADA EN EL INFIERNO

(Fragmento)

«Antaño, si mal no recuerdo, mi vida era un festín

donde todos los corazones se abrían, donde corrían

todos los vinos.

 

Una noche, senté a la Belleza en mis rodillas. -Y

La encontré amarga. - Y la injurié.

Tomé las armas contra la justicia.

Hui. ¡Oh brujas, oh miserias, oh rencor a vosotros

fue confiado mi tesoro!

 

Logré que se desvaneciera de mi espíritu toda

esperanza humana. Salté sobre toda alegría, para

estrangularla, con el silencioso salto de la bestia

feroz.

Llamé a los verdugos para morder, al morir, la

culata de sus fusiles. Llamé a las plagas para

ahogarme con arena, con sangre.

La desgracia fue mi dios.

Me revolqué en el fango. Me sequé con el aire del

crimen. Y jugué unas cuantas veces a la demencia.

Y la primavera me trajo la horrible risa del idiota.

 

Pero, hallándome recientemente a punto de lanzar

el último gallo, se me ocurrió buscar la llave del

antiguo festín, donde quizá recuperara el apetito.

La caridad es esa llave. - ¡Esta inspiración

demuestra que he soñado!

"Seguirás siendo hiena, etc....", exclama el

Demonio que me coronó con tan amables

amapolas.

"Gana la muerte con todos tus apetitos, y tu

egoísmo, y todos los pecados capitales".

 

Ah, demasiado harto estoy de eso: - Pero, querido

Satán, te conjuro: ¡una pupila menos irritada!

Y, en espera de algunas pequeñas infamias que se

demoran, para ti que prefieres en el escritor la

ausencia de facultades descriptivas o instructivas,

desprendo estas horrendas hojas de mi cuaderno

de condenado».



 

 

Edición final: V.D.M.