Las complejidades de los elementos más simples de la
naturaleza, desde un virus, requieren una estructura, organización y
funcionamiento inteligente, que es imposible ser entendida sin que haya un
creador. Ya no se trata de religión contra ciencia como dice el Doctor Thomas
Woodward, historiador de la ciencia, quien es uno de los contradictores de
Darwin, al referirse al trabajo acertado del bioquímico Michael Behe, sobre la
complejidad irreducible, pues quitarles las partes estructurarles de un
sistema, y pretender que este funcione, o que una inteligencia ciega coloque
todo en su lugar, es salirse de la ciencia, como le ocurrió al paleontólogo y
filósofo jesuita Teilhard de Chardin.
El código natural y el código cultural son distintos, ya
que el primero posee una inteligencia o diseño que no puede explicarse desde sí
mismo; es decir es creado y controlado, lo que lleva a esta disyuntiva: O
aceptamos que existe un creador o no negamos la mínima posibilidad y
probabilidad de entender la extrema inteligencia que subyace al universo. Así
que no hay la posibilidad de negar a Dios desde la filosofía y la ciencia, y lo
único inteligente es guardar silencio frente al orden natural, por no tener
otra explicación.
La inteligencia en la naturaleza está fuera de ésta; la
naturaleza no piensa, pero obedece a un diseño inteligente. Sería imposible
pensar en la ciencia sin que su objeto fuese incapaz de ser explicado, o
explicado a partir del desorden; a pesar de eso, hay una religión secular de
filósofos de la complejidad que así lo proponen, y muchos que ignoran lo mínimo
de la ciencia le siguen sus disparates.
Más bien la naturaleza muestra lo inverso, va del orden al
desorden como fue planteado por Newton, con la ley de la entropía. Hasta temas
de moda, como la resiliencia, evidencian esa ley de Newton, que muestra que el
universo va del orden al desorden y no a lo inverso; y a pesar que la
homeostasis evidencia la tendencia de los sistemas a mantener el orden, prima
la desorganización, que en el caso de la vida implica la inevitabilidad de la
muerte; esto se sabía seis siglos antes de Cristo, como lo propuso el médico y
filósofo griego Alcmeón de Crotona sobre cómo se genera la enfermedad, y esta
misma explicación se asume desde la epistemología de la medicina oriental, donde
la salud es vista como el equilibrio natural, y la muerte como el desequilibrio
o desorden del sistema. Obviamente, hay una explicación teológica para esto,
como está consignado en la segunda epístola universal del Apóstol Pedro.
Incluso en biología puede evidenciarse la entropía con el
tema de las mutaciones, pues la genética demuestra que las mutaciones son
negativas, es decir implican desorganización, lo que es una prueba más de la
inconsistencia del evolucionismo.
La existencia de la ciencia es la mayor prueba que a los
objetos de investigación y a toda la realidad le subyace una inteligencia, que
busca entenderse a través de leyes y de probabilidad, como también por
interpretación desde la hermenéutica, o de la comprensión fenomenológica, o de
los enfoques sistémicos, que en lenguaje epistemológico se consideran
paradigmas científicos.
No hay ideas propias en la naturaleza, eso sólo lo puede
hacer el ser humano; así que controlar al ser humano desde su mente es
contrario a cómo Dios creó al hombre, con la capacidad de decisión y de
construir cultura.
Toda la filosofía que intenta explicar o entender el orden
a partir del azar es contraria a la existencia misma de la ciencia y a sus
evidencias históricas. Explicación e impredecibilidad se oponen, así que
explicar implica que se puede entender que las cosas tienen causas y efectos;
pero suponer que el universo se formó desde lo micro a lo macro, o lo inverso,
por el azar, es insostenible filosófica y científicamente, hasta el punto de
negar la razón de ser de la filosofía y la ciencia misma. La idea de
descubrimiento científico es un concepto carente de significado, si no se tiene
en cuenta una lógica o relación de variables que subyace a la realidad.
Fuente:
Después de la tormenta