«Las cosas
más valiosas del universo pueden comprarse con medio penique (exceptuando, por
supuesto, el sol, las estrellas, la luna, la gente, las tormentas… y otras baratijas
que las tienes gratis). Y esta afirmación puede demostrarse de forma sencilla.
En la calle
que tengo detrás, puedes montar en tranvía eléctrico por medio penique. Y es lo
más parecido a subirte a un castillo volador en un cuento de hadas. También
puedes hacerte con un buen cargamento de chucherías por medio penique. O leer
un periódico…
Pero si de
verdad quieres descubrir la cantidad de cosas asombrosas que puedes hacer por
medio penique, haz lo que yo hice anoche: estampé la nariz contra el escaparate
de una de las tiendas más pequeñas y peor iluminadas de uno de los callejones
más estrechos y oscuros del barrio de Battersea.
Y, sin
embargo, a pesar de ser un local tan oscuro, resplandecía con todos los colores
inimaginables. Los juguetes de los pobres son todos como los niños que los
compran. Sucios pero alegres. Y por mi parte, prefiero la alegría a la
limpieza. La primera es del alma y la segunda del cuerpo.
Y mientras
miraba aquellas maravillas encerradas en su palacio, los diminutos autobuses
verdes, los pequeños animales, los muñequitos negros… Debí caer en una especie
de trance antinatural, porque de pronto, el escaparate se transformó en un
brillante escenario en que uno contempla una comedia muy entretenida.
Al instante
olvidé las caras largas, la gente gris y triste a mis espaldas, porque los
objetos liliputienses del escaparate cobraron de pronto su forma real. Y allí
estaba el autobús, a tamaño real, el hombrecito que ahora era un hombre de mi
tamaño… Y aunque mi cerebro me intentaba recordar que en realidad estaba ante
una vieja y pequeña juguetería, mis sentidos me mantenían en una especie de
trance que me hacían creer que había atravesado una barrera invisible… que
había traspasado la frontera del alma.
Para
librarme de esta sensación onírica tan peligrosa, entré en la tienda e intenté
comprar algunos soldaditos de madera.
El
dependiente era muy anciano. Con medio rostro y toda la cabeza cubierta de
despeinado cabello tan increíblemente blanco que parecía artificial. Sin
embargo, aunque parecía senil y enfermo, no se reflejaba sufrimiento en sus
ojos. Era como si, poco a poco, se estuviese quedando dormido en una decadencia
amable.
Me dio los
soldaditos de madera, pero cuando coloqué el dinero sobre el mostrador,
aparentó no verlo en un primer momento. Parpadeó débilmente mirándolo y lo
apartó débilmente.
– No, no
–dijo confuso– Nunca lo he hecho así. Nunca. Aquí somos muy anticuados.
–
¿Anticuados? –respondí entonces sin entender bien– No aceptar dinero no es
anticuado. Más bien… es estar a la última moda.
– Nunca lo
he hecho así –contestó el anciano sonándose los mocos– Siempre he dado regalos
y soy demasiado viejo para cambiar.
– ¡Por el
amor de Dios! –dije asombrado– ¿Qué quiere decir? Está hablando como si fuese
Papá Noel…
– Bueno, es
que soy Papá Noel – dijo entonces disculpándose. Y volvió a sonarse los mocos.
El local
estaba tan oscuro, que era imposible ver más allá del escaparate iluminado.
Tampoco se escuchaban ruidos en la calle. Era como si hubiera entrado en un
mundo aislado del exterior. Entonces me fijé de nuevo en el anciano:
– Pareces
enfermo, Papá Noel – dije.
– Estoy
agonizando.
Guardé
silencio y fue él quien habló de nuevo.
– Se meten
conmigo por razones tan raras e incoherentes… Los científicos, todos los innovadores.
Dicen que le doy a la gente supersticiones y les vuelvo demasiado ilusos, que
les hago demasiado materialistas. Dicen que soy demasiado bueno y demasiado
alegre. Pero… ¿Cómo se puede ser demasiado bueno o demasiado alegre? No lo
entiendo. Pero hay algo que entiendo demasiado bien: esta gente moderna está
viva y yo muerto.
– Bueno,
–repliqué– a mí lo que hacen ellos no me parece que sea vivir.
Un silencio
cayó entre nosotros. Pero pronto escuché unos pasos que, cada vez más rápidos,
se acercaban por la calle. Al instante, una figura se lanzó al interior de la
tienda y quedó enmarcada en el umbral.
Vestía una
chistera blanca, echada hacia atrás como con prisa, anticuados pantalones
negros ceñidos, anticuados chaleco y chaqueta de colores brillantes y un
fantástico abrigo viejo. Tenía los ojos, abiertos y brillantes, una cara pálida
y nerviosa y la barba muy recortada. Abarcó al anciano y su tienda en una
mirada que fue de verdad como una explosión y lanzó la exclamación de un hombre
por completo estupefacto.
– ¡No puedes
ser tú! –gritó– Vine a preguntar dónde estaba tu tumba.
– Aún no he
fallecido, señor Dickens –contestó el anciano con su débil sonrisa– Pero me
estoy muriendo… – añadió como tranquilizándole.
– Pues
ciertamente, no pareces ni un día más viejo.
– Llevo así
mucho tiempo, sí. – Dijo Papá Noel.
El señor
Charles Dickens le dio la espalda y sacó la cabeza por la puerta, metiéndola en
la oscuridad.
– ‘Dick’
–gritó entonces el anciano– ¡sigue vivo!
Otra sombra
oscureció el umbral, entró un caballero mucho mayor y más fuerte que llevaba
puesta una enorme peluca empolvada. Abanicaba su sofocado rostro con un
sombrero militar. Andaba erguido como un soldado y en su cara había una
expresión arrogante que era repentinamente desmentida por sus ojos. Humildes
como los de un perro. Su espada hacía mucho ruido, como si la tienda fuese
demasiado pequeña para ella.
– En verdad
–dijo Sir Richard Steele– Es un prodigio, pues este hombre se acercaba a su
último aliento cuando escribí sobre Sir Roger de Coverley y su día de Navidad.
Mis sentidos
se embotaban y el cuarto se oscurecía. Parecía repleto de recién llegados.
Hasta me pareció escuchar a un hombre vestido con malla verde, como Robin Hood,
decir en una mezcla de inglés y francés normando “Pero sí lo vi agonizante”.
– Llevo así
mucho tiempo – Dijo otra vez Papá Noel.
El señor
Dickens de repente se le acercó y se inclinó delante de él.
– ¿Desde
cuándo? –preguntó– ¿Desde que naciste?
– Sí
–contestó el anciano y se dejó caer en su silla temblando– Siempre he
agonizado.
El señor
Charles Dickens se quitó el sombrero haciendo una reverencia.
– Vaya,
ahora lo entiendo… – y gritó: – Nunca morirás».
Fuente:
tucuentofavorito.com
/ Adaptación del relato de Gilbert Keith Chesterton ‘La tienda de los
fantasmas’.
Edición
final: Jarl Asathørn.
