martes, 9 de diciembre de 2025

Rezyklon presenta: «La tienda de los fantasmas» (Cuento)

 


«Las cosas más valiosas del universo pueden comprarse con medio penique (exceptuando, por supuesto, el sol, las estrellas, la luna, la gente, las tormentas… y otras baratijas que las tienes gratis). Y esta afirmación puede demostrarse de forma sencilla.

En la calle que tengo detrás, puedes montar en tranvía eléctrico por medio penique. Y es lo más parecido a subirte a un castillo volador en un cuento de hadas. También puedes hacerte con un buen cargamento de chucherías por medio penique. O leer un periódico…

Pero si de verdad quieres descubrir la cantidad de cosas asombrosas que puedes hacer por medio penique, haz lo que yo hice anoche: estampé la nariz contra el escaparate de una de las tiendas más pequeñas y peor iluminadas de uno de los callejones más estrechos y oscuros del barrio de Battersea.

Y, sin embargo, a pesar de ser un local tan oscuro, resplandecía con todos los colores inimaginables. Los juguetes de los pobres son todos como los niños que los compran. Sucios pero alegres. Y por mi parte, prefiero la alegría a la limpieza. La primera es del alma y la segunda del cuerpo.

 

Y mientras miraba aquellas maravillas encerradas en su palacio, los diminutos autobuses verdes, los pequeños animales, los muñequitos negros… Debí caer en una especie de trance antinatural, porque de pronto, el escaparate se transformó en un brillante escenario en que uno contempla una comedia muy entretenida.

Al instante olvidé las caras largas, la gente gris y triste a mis espaldas, porque los objetos liliputienses del escaparate cobraron de pronto su forma real. Y allí estaba el autobús, a tamaño real, el hombrecito que ahora era un hombre de mi tamaño… Y aunque mi cerebro me intentaba recordar que en realidad estaba ante una vieja y pequeña juguetería, mis sentidos me mantenían en una especie de trance que me hacían creer que había atravesado una barrera invisible… que había traspasado la frontera del alma.

 

Para librarme de esta sensación onírica tan peligrosa, entré en la tienda e intenté comprar algunos soldaditos de madera.

El dependiente era muy anciano. Con medio rostro y toda la cabeza cubierta de despeinado cabello tan increíblemente blanco que parecía artificial. Sin embargo, aunque parecía senil y enfermo, no se reflejaba sufrimiento en sus ojos. Era como si, poco a poco, se estuviese quedando dormido en una decadencia amable.

Me dio los soldaditos de madera, pero cuando coloqué el dinero sobre el mostrador, aparentó no verlo en un primer momento. Parpadeó débilmente mirándolo y lo apartó débilmente.

 

– No, no –dijo confuso– Nunca lo he hecho así. Nunca. Aquí somos muy anticuados.

 

– ¿Anticuados? –respondí entonces sin entender bien– No aceptar dinero no es anticuado. Más bien… es estar a la última moda.

 

– Nunca lo he hecho así –contestó el anciano sonándose los mocos– Siempre he dado regalos y soy demasiado viejo para cambiar.

 

– ¡Por el amor de Dios! –dije asombrado– ¿Qué quiere decir? Está hablando como si fuese Papá Noel…

 

– Bueno, es que soy Papá Noel – dijo entonces disculpándose. Y volvió a sonarse los mocos.

 

El local estaba tan oscuro, que era imposible ver más allá del escaparate iluminado. Tampoco se escuchaban ruidos en la calle. Era como si hubiera entrado en un mundo aislado del exterior. Entonces me fijé de nuevo en el anciano:

 

– Pareces enfermo, Papá Noel – dije.

 

– Estoy agonizando.

 

Guardé silencio y fue él quien habló de nuevo.

 

– Se meten conmigo por razones tan raras e incoherentes… Los científicos, todos los innovadores. Dicen que le doy a la gente supersticiones y les vuelvo demasiado ilusos, que les hago demasiado materialistas. Dicen que soy demasiado bueno y demasiado alegre. Pero… ¿Cómo se puede ser demasiado bueno o demasiado alegre? No lo entiendo. Pero hay algo que entiendo demasiado bien: esta gente moderna está viva y yo muerto.

 

– Bueno, –repliqué– a mí lo que hacen ellos no me parece que sea vivir.

 

Un silencio cayó entre nosotros. Pero pronto escuché unos pasos que, cada vez más rápidos, se acercaban por la calle. Al instante, una figura se lanzó al interior de la tienda y quedó enmarcada en el umbral.

Vestía una chistera blanca, echada hacia atrás como con prisa, anticuados pantalones negros ceñidos, anticuados chaleco y chaqueta de colores brillantes y un fantástico abrigo viejo. Tenía los ojos, abiertos y brillantes, una cara pálida y nerviosa y la barba muy recortada. Abarcó al anciano y su tienda en una mirada que fue de verdad como una explosión y lanzó la exclamación de un hombre por completo estupefacto.

 

– ¡No puedes ser tú! –gritó– Vine a preguntar dónde estaba tu tumba.

 

– Aún no he fallecido, señor Dickens –contestó el anciano con su débil sonrisa– Pero me estoy muriendo… – añadió como tranquilizándole.

 

– Pues ciertamente, no pareces ni un día más viejo.

 

– Llevo así mucho tiempo, sí. – Dijo Papá Noel.

 

El señor Charles Dickens le dio la espalda y sacó la cabeza por la puerta, metiéndola en la oscuridad.

 

– ‘Dick’ –gritó entonces el anciano– ¡sigue vivo!

 

Otra sombra oscureció el umbral, entró un caballero mucho mayor y más fuerte que llevaba puesta una enorme peluca empolvada. Abanicaba su sofocado rostro con un sombrero militar. Andaba erguido como un soldado y en su cara había una expresión arrogante que era repentinamente desmentida por sus ojos. Humildes como los de un perro. Su espada hacía mucho ruido, como si la tienda fuese demasiado pequeña para ella.

 

– En verdad –dijo Sir Richard Steele– Es un prodigio, pues este hombre se acercaba a su último aliento cuando escribí sobre Sir Roger de Coverley y su día de Navidad.

 

Mis sentidos se embotaban y el cuarto se oscurecía. Parecía repleto de recién llegados. Hasta me pareció escuchar a un hombre vestido con malla verde, como Robin Hood, decir en una mezcla de inglés y francés normando “Pero sí lo vi agonizante”.

 

– Llevo así mucho tiempo – Dijo otra vez Papá Noel.

 

El señor Dickens de repente se le acercó y se inclinó delante de él.

 

– ¿Desde cuándo? –preguntó– ¿Desde que naciste?

 

– Sí –contestó el anciano y se dejó caer en su silla temblando– Siempre he agonizado.

 

El señor Charles Dickens se quitó el sombrero haciendo una reverencia.

 

– Vaya, ahora lo entiendo… – y gritó: – Nunca morirás».

 

 

Fuente:

tucuentofavorito.com / Adaptación del relato de Gilbert Keith Chesterton ‘La tienda de los fantasmas’.

Edición final: Jarl Asathørn.