miércoles, 15 de octubre de 2025

Ecos de la Desolación [Cuento corto de un posapocalípsis zombi]





ECOS DE LA DESOLACIÓN

Nunca imaginé que el fin del mundo llegaría en forma de silencio. Los años han pasado desde que la pandemia zombi arrasara con la civilización, dejando a su paso solamente ruinas, sombras y una soledad ensordecedora en la que vibraba cada latido de mi corazón. Soy un superviviente, y mi vida se ha reducido a transitar por caminos polvorientos y ciudades desiertas, donde los medios de comunicación, esa herramienta que antaño unía sociedades enteras, han dejado de existir por completo. Sólo queda el eco de mis pasos y la incesante amenaza de criaturas deformadas por la pandemia. Esta es mi historia, la crónica de un hombre que vio cómo la esperanza se mezclaba con la desesperación en un mundo sin futuro.

 

I. LLEGADA

Llegué a lo que alguna vez fue una bulliciosa ciudad, ahora un paisaje fantasmagórico de edificios derruidos y calles vacías. Caminaba con cautela, cada sombra parecía esconder un peligro inminente. La soledad era casi tangible, y en cada cruce de calle me invadía la sensación de ser observado. No había más transmisiones de noticias, ni teléfonos que sonaran; la red de comunicaciones se había desintegrado junto con la civilización. Todo lo que

restaba eran susurros del pasado y la cruda realidad de un mundo apocalíptico.

 

Mis días transcurrían en una rutina monótona: buscar provisiones, encontrar refugio y evitar encuentros con los infectados. Sin embargo, en medio de este escenario desolador, algo inusual interrumpió la monotonía: una extraña señal de radio proveniente de una radio antigua que encontré entre escombros. Su recepción era intermitente y distorsionada, pero bastó para encender en mí una chispa de intriga y, en el fondo, la necesidad de conexión humana. Esa señal, que hasta entonces había parecido un eco del pasado, se convirtió en mi ancla en un mar de incertidumbres.

 

II.  DESCUBRIMIENTO

Una tarde mientras exploraba un viejo almacén en el centro de la ciudad, encontré una radio polvorienta, olvidada entre montones de chatarra. Con manos temblorosas, logré repararla utilizando parte de la tecnología obsoleta que encontraba en mis recorridos. Para mi sorpresa, la radio encendió y de ella emergió una señal débil y distorsionada, como si alguien o algo intentara comunicarse conmigo desde otro lugar del olvido.

 

Al principio pensé que se trataba de un transmisor automatizado de emergencia, pero la cadencia y el patrón en la voz me resultaron irreales, como si pertenecieran a un ser que no fuera humano. Recuerdo claramente ese instante: sentado frente a la radio en un pequeño refugio improvisado, la atmósfera se espesó, y sentí que cada palabra impregnaba el silencio con un significado inquietante. La señal repetía un mensaje enigmático, que apenas se vislumbraba entre el ruido: «...vengan... salvación... venid...». Un escalofrío recorrió mi espina dorsal, y comprendí que esa no era la voz de un superviviente esperanzado, sino la advertencia de algo distinto, algo oscuro.

 

Los días siguientes estuvieron marcados por un conflicto interno: la lucha entre mi desesperada necesidad de creer en la posibilidad de rescate y la persistente duda de haber caído en una trampa del destino. Durante largos períodos, me debatí en un mar de incertidumbre. Con cada transmisión, la señal se volvía más fuerte y más clara, pero al mismo tiempo, su origen resultaba ser cada vez más aterrador.

¿Quién o qué estaba detrás de aquella voz?

¿Era acaso una señal de ayuda o el señuelo de la última aberración que quedaba en este mundo posapocalíptico?

 

III. CONFLICTO

Al anochecer, mientras la noche se envolvía en un manto de sombras y la luna se asomaba tímidamente entre nubes grises, finalmente decidí seguir la procedencia de la señal. Con la radio en mano y un corazón encogido por la incertidumbre, emprendí un peligroso viaje a través de las ruinas. El camino era traicionero, plagado de escombros y rincones oscuros en los que se ocultaban los restos de la humanidad. Cada crujido bajo mis pies era un recordatorio de que el peligro no era exclusivo de los infectados, sino también de la fragilidad de la esperanza.

 

Durante mi recorrido, tuve varios encuentros cercanos con zombis, seres deambulantes sin memoria ni propósito, que solo buscaban saciar su incesante hambre. Sin embargo, ninguno de ellos parecía reaccionar a la señal. Esto me hizo dudar aún más: ¿por qué era tan especial aquella transmisión? Creí haber encontrado una pista, un indicio de una posible salvación o, tal vez, la mera confusión de mi mente atormentada.

 

No fue sino hasta que, en la penumbra de un edificio medio derrumbado, me topé con una figura misteriosa que cambiaría el curso de mis incertidumbres.

Un hombre, vestido con harapos, pero con una mirada penetrante y serena, se presentó sin previo aviso. Su presencia, lejos de infundir temor, parecía ser el reflejo de algo profundamente vital: conocimiento.

 

«Sabía que te encontraría, compañero», indicó con voz calmada y resonante, mientras observaba la radio de mi mano. No necesitó más palabras para comprender lo que insistía mi mirada: él era un aliado, un sobreviviente que había dedicado sus últimos años a descifrar los crípticos mensajes que emanaban de las frecuencias olvidadas de este mundo muerto.

Aquel encuentro marcó un punto de inflexión en mi travesía. Mi nuevo interlocutor, a quien decidí llamar «El Custodio» por el semblante de sabiduría que desprendía, comenzó a revelar fragmentos del misterio que rodeaba la señal. Según él, en algún rincón sombrío del pasado, se había gestado un experimento fallido que combinó virus y radiaciones, dando origen a un zombi mutante capaz de transmitir una especie de comunicación pseudo-inteligente.

La idea parecía descabellada, como si las leyendas urbanas tomaran vida en un contexto real, pero la evidencia se reflejaba en la claridad de su relato y en la cadencia hipnótica de aquella trasmisión.

 

IV. REVELACIÓN

Con la ayuda del Custodio, empecé a reconstruir la historia detrás de la señal.

Según sus datos, años antes de la completa disolución del tejido social, un grupo clandestino había llevado a cabo experimentos en un laboratorio subterráneo. La intención había sido manipular genes para crear un arma biológica que pudiera erradicar a aquellos que consideraban una amenaza para un nuevo orden. Sin embargo, los resultados fueron catastróficos: el virus escapó de control y, en lugar de crear soldados obedientes, generó monstruos sedientos de carne humana. Entre todos ellos, uno destacó por su capacidad anómala: un zombi mutante que, a pesar de su apariencia desprovista de humanidad, podía emitir señales en frecuencias olvidadas, posiblemente como un mecanismo de supervivencia o incluso comunicación.

 

El relato del Custodio me heló la sangre. ¿Podría realmente aquel ser la fuente de la enigmática emisión? Decidí entonces aventurarme al laboratorio abandonado mencionado en sus palabras. Durante horas, nos internamos en túneles oscuros y pasillos corroídos por el tiempo, con la única compañía de nuestras propias respiraciones y el eco distante de lo que parecían gritos de agonía. La atmósfera estaba cargada de una tensión insoportable, como si cada pared contuviera secretos prohibidos y horrores indecibles.

Al final del túnel, encontramos lo que parecía ser el centro del experimento: una sala de control en ruinas, repleta de computadoras desconectadas y cables expuestos que, en otro tiempo, habían sido la puerta a la información. Entre el polvo y las sombras, se encontraba la radio antigua, el mismo dispositivo desde el cual emanaba la señal que me había atormentado durante tanto tiempo. En ese instante, comprendí que la conexión entre mi destino y aquel aparato trascendía la mera casualidad.

 

Fue entonces, en medio del silencio sepulcral, cuando la radio cobró vida una vez más. La transmisión, ahora casi clara, parecía articular un mensaje que se entrelazaba con la melancolía y la resignación: «No busquen perdón en la oscuridad, pues en la penumbra se esconde la verdad de su existencia». No era una súplica de ayuda, sino un aviso. La voz, casi hipnótica en su cadencia, pertenecía al zombi mutante, una criatura fruto del caos y la retorcida ambición humana, destinada a ser la última reliquia viviente de un experimento fallido.

La revelación me dejó en un mar de pensamientos encontrados.

¿Era posible que algo tan aberrante pudiera, incluso de manera involuntaria, intentar conectar con aquellos que aún luchaban por sobrevivir?

¿Era la señal una bendición disfrazada, o simplemente el grito desesperado de un ser condenado a la soledad perpetua? Mi mente se debatía entre el instinto de huir y la necesidad ineludible de comprender.

 

V. DESENLACE

Decidí que era hora de confrontar la verdad, de dar un paso decisivo hacia lo desconocido. El Custodio, que hasta ese momento había sido mi ancla en medio del caos, asumió un rol fundamental: me indicó que la señal era, en realidad, un mecanismo de advertencia, un intento por parte del zombi mutante de alertar sobre la propagación incontrolada de una nueva mutación que amenazaba con hacer desaparecer toda posibilidad de redención para la humanidad. La criatura, a pesar de su propia maldición, parecía poseer una última chispa de conciencia, una oleada de empatía distorsionada que la impulsaba a refugiarse en la comunicación en lugar de la mera insaciabilidad.

Con ese conocimiento, mi misión tomó un cariz diferente. Ya no se trataba solo de sobrevivir, sino de comprender y actuar en contra del peligro cuyo origen había sido inadvertidamente propagado por el propio error del hombre.

El Custodio y yo trazamos un plan arriesgado: utilizar la antigua radio para intentar comunicar la verdad y, en el proceso, descubrir si el grito solitario del zombi mutante podía dar paso a una posible singularidad en medio del apocalipsis.

 

En las noches siguientes, me refugié en el laboratorio, trabajando febrilmente para ajustar la frecuencia y la potencia del transmisor improvisado. Durante horas, el zumbido de la máquina se mezclaba con el eco de mis propios temores y con la incesante preocupación de que cada minuto nos acercara a un destino inevitable. El Custodio me contaba historias del pasado, anécdotas sobre una era en la que la tecnología y la humanidad convivían en armonía; ahora, esa memoria parecía una burla del destino, una ironía amarga en medio del horror.

Finalmente, la noche en que decidimos poner en marcha nuestro plan llegó.

Con el corazón acelerado y la determinación forjada en la experiencia de noches interminables de desesperación, encendí el transmisor. La radio cobró una vida nueva, emitiendo una señal que intentaba replicar la misteriosa

frecuencia, pero con un mensaje ajustado: «Si aún queda algo en ustedes, en sus almas, encuentren refugio, no en el olvido, sino en la unión y la redención. No somos simples víctimas del destino, sino arquitectos de un nuevo amanecer».

 

Aun así, mientras la emisión se extendía por el espectro de ruinas, una presencia inquietante se hizo notar en la habitación. La radio comenzó a emitir nuevamente aquella voz hipnótica, pero ahora impregnada de un tono de melancolía inhumana. La criatura, el zombi mutante, se manifestaba a través de aquella señal, y aunque sus palabras eran casi crípticas, se percibía en ellas un rastro de arrepentimiento. «Nuestro error fue la arrogancia... No buscamos la destrucción, sino la corrección. La humanidad debe asumir su culpa».

Fue en ese instante cuando el mundo pareció detenerse. La tensión se acumulaba en cada fibra de mi ser, y la dualidad del ser monstruoso y su aparente conciencia me dejó perplejo. El Custodio, con la mirada fija en el dispositivo, declaró que tan sólo a través del reconocimiento de nuestros pecados y errores podríamos encontrar una solución para detener la inminente mutación que amenazaba con convertirnos en sombras de nosotros mismos.

 

La decisión se presentó ante mí como un cruce ineludible: seguir mi instinto individualista y convertirme en otro vagabundo errante en este mundo sin futuro, o arriesgarme a colaborar en una causa que, aunque improbable, prometía redención en medio del caos. Con voz temblorosa pero decidida, decidí responder al llamado. No era la voz de un salvador prometido, sino un clamor colectivo de aquellos que aún tenían fe en la posibilidad de reescribir la historia de la humanidad.

 

Durante los días siguientes, el Custodio y yo recorrimos distintos refugios y asentamientos ocultos, llevando el mensaje de la radio a oídos desconfiados pero hambrientos de esperanza. Cada transmisión era un reto, un esfuerzo por reconstruir la conexión que la humanidad había perdido hacía tanto tiempo. Y en cada rincón olvidado, aquellos que escucharon nuestras palabras encontraron una chispa de valor para levantar la cabeza y mirar hacia el horizonte.

Sin embargo, la amenaza latente no cesaba, y la presencia del zombi mutante se hacía cada vez más palpable. En sucesivas emboscadas, tuve que enfrentarme cara a cara con la aberración, y en cada uno de esos encuentros se desataron conflictos internos sobre la naturaleza del monstruo y la posibilidad de redención. La criatura, a la vez repulsiva y trágica, se convirtió en el símbolo de la impunidad del error humano y en un espejo de la decadencia moral que había conducido al fin de la civilización.

 

Llegó un instante final, uno en el que el destino se dibujaba en la convergencia de todos los caminos. Mientras una tormenta de polvo y recuerdos arrasaba las calles, me encontré una última vez frente a la radio en el laboratorio. El Custodio, a mi lado, me miró como si supiera que ese sería el momento determinante para decidir el curso de la nueva era. La señal del zombi mutante resonaba con fuerza, entremezclándose con nuestro mensaje de redención, y en ese cruce, la humanidad parecía tener una última oportunidad: reconocer sus errores y forjar una nueva unión a partir de la desconfianza.

 

Con lágrimas en los ojos, recordé que todos los actos, por insignificantes que parecieran, tenían el poder definir el futuro. La confesión del monstruo, su grito de arrepentimiento y la urgente llamada a la unión se entrelazaban en el eco de aquella radio antigua, que se había convertido en el último salvavidas para un mundo en decadencia. Mi voz, cargada de emoción, se unió a la señal mientras repetía una vez más el mensaje: «No permitamos que la oscuridad gane. Recordemos que la redención es posible, y que en la unión de nuestros errores y esperanzas yace la semilla de un nuevo amanecer».

 

Con la determinación de un hombre que había enfrentado la calamidad y la soledad, cerré los ojos al sentir cómo las últimas transmisiones se entrelazaban con el destino del apocalipsis zombi. La radio antigua dejó de sonar, pero en mi interior resonaban las voces del pasado y del monstruo, recordándome que incluso en la más profunda oscuridad, la fe en la redención y en la capacidad del hombre para corregir sus errores era la fuerza que aún podía salvarnos.

 

Finalmente, comprendí: la señal no era simplemente un aviso, sino una lección. Años después, cada paso que doy, cada instante de soledad y desconfianza, me recuerda que, en medio del horror y la desesperación, la luz de la humanidad puede brillar a través del reconocimiento de sus faltas. El zombi mutante, con su mensaje críptico y perturbador, fue el catalizador de un cambio que, si bien nunca erradicó por completo el miedo, abrió la puerta a la posibilidad de que, juntos, pudiésemos resucitar la esperanza.

 

Hoy, mientras camino por las ruinas que una vez fueron hogar de la civilización, la voz del pasado sigue orientándome. La mezcla de terror, tensión y una inquebrantable necesidad de redención se han fundido en mi alma, recordándome que la lucha entre la desconfianza y la búsqueda de conexión humana es eterna. Y en cada frecuencia perdida, en cada eco de una radio olvidada, encuentro la promesa de que mientras exista un suspiro de humanidad, jamás estaremos realmente solos en este oscuro y desolado mundo.

 

Con el amargo consuelo de aquellos que han sufrido la caída de su civilización, me despido, no como un hombre derrotado, sino como uno que aún cree en la posibilidad de un futuro redimido. Aunque los zombis sigan vagando, y la tecnología avanzada sea solo un recuerdo lejano, la esencia de lo que éramos y lo que podemos llegar a ser persiste en cada latido del corazón humano. El apocalipsis pudo haber silenciado a los medios de comunicación, pero nunca podrá acallar la voz interior que clama por la verdad, por el perdón y por la unión.

 

Así concluye mi relato, un testimonio insólito de un mundo que busca encontrar su propia redención en medio de la desolación. Y mientras la radio se apaga por última vez, sé que la lucha continuará, en cada rincón olvidado y en cada alma dispuesta a creer, a pesar de todo, en un mañana menos sombrío.

 

FIN

 

Fuente:

Inkspired.

Escrito por: Cecilia Monserrat Gómez Sánchez.

Edición final: Jarl Asathørn.

      

martes, 14 de octubre de 2025

Deseo [Un cuento corto de zombis]





El mundo tal y como lo conocíamos ya no existe, los humanos están a punto de extinguirse. 

Hace un año los científicos decidieron intentar crear un medicamento para resucitar a los muertos, los cuales al principio parecía no funcionar, aunque, a la larga empezaron a pasar cosas muy extrañas.

Durante este año probaron como diez medicamentos distintos, todos creados desde un laboratorio secreto del Estado. A saber, qué cura hay que poner para cada uno de ellos, ya que, por cada medicación hay una especie diferente.

 

Me encuentro con un grupo de cazadores, somos 4 en total:

•La chica de la katana, Mery.

•El de la guadaña, Fran.

•La del machete, Sophie.

•Y yo que llevo dos kerambit, Dave.

 

Mery y yo nos conocemos desde que éramos pequeños, a los demás, por rescatarnos cuando estábamos a punto de morir.

Y aquí estoy ahora intentando coexistir sin ningún tipo de sentido y, aunque, esté triste por los ya no vivos, estoy en mi lugar.

 

—Ocuparos de la banda sur, yo y Fran nos encargamos del norte - nos ordena Sophie mientras mata a un zombi.


Una horda se acerca, no es tan grande como otras que hemos tenido pero las especies en este lugar son algo más fuertes.

 

—Pongámonos de espaldas - le digo a Mery viendo como nos rodean - será más fácil.

 

Pasamos media hora sin descanso, intentando acabar con cada uno de ellos.

A lo lejos escuchamos un grito, procedente de una casa, nos acercamos sin pensarlo dos veces.

 

—No veo nada, está todo muy oscuro - digo al entrar dentro.


Veo a una mujer arrodillada en el suelo, llorando por su hija convertida, gritando de dolor y agonía.

 

—No, por favor, no la maten - nos implora al vernos.

 

Me dispongo a no hacerle caso cuando me percato de que la niña se encuentra encadenada.

Una persona antes de transformarse empieza a tener convulsiones, una vez paras de moverte, al cuerpo le empiezan a salir unas venas muy características, las cuales, algunas revientan y te deforman, estas sobre todo, suelen ser en el rostro. Tu color de piel se vuelve un tono grisáceo y los dientes podridos se caen conforme pasa el tiempo.

 

—Soy científica, trabajaba para el Estado hace tiempo -nos explica al ver nuestras expresiones de la cara - cuando me enteré del medicamento para resucitar a los muertos me negué y me despidieron. Ella es mi hija Amelia, hace tiempo que es zombi, pero hasta ahora no se le había caído ningún diente.


Nos miramos entre nosotros extrañados. ¿El grito era porque se le ha caído un diente?

 

—Cuanto más tiempo pase una persona convertida, más difícil será volver a su estado normal - continúa con la explicación - una vez se le hayan caído todos los dientes, es muy probable que esa persona muera, ya que, no podrá regenerarse ni tendrá posibilidad de vivir.

 

—Entonces, ¿estás diciendo que hay una cura? - pregunta Fran al instante de darse cuenta de sus palabras.

 

—Sí, al menos una, el problema es que aún no he dado con todas ellas, ni siquiera sé si habrán más - saca del bolsillo de su pantalón una especie de pote con un líquido morado dentro - este es el único que tengo.

 

Mery se encuentra mirando a la pobre niña, sus ojos transmiten pena, pero a la vez enfado.

 

—Hasta ahora nos hemos dedicado sólo a matar los zombis que hay, sin importar que aparecieran más; quiero ir a por una cura para ella - responde Mery con lágrimas en los ojos - no podemos estar más así, si hay cura habremos matado a muchos que aún podían haberse salvado.

 

—El problema es que si pensamos así nos mataran cuando vuelva una horda - responde Sophie.

 

—No podemos ir mirando quien puede curarse y quién no - respondo mirándola fijamente - lo siento Mery, pero en eso estoy de acuerdo.

 

—Podemos ir a por la cura y matar los menos posibles, intentar evitar hacer ruido para no atraerlos y colarnos en el Estado para conseguir las demás potes - dice Fran señalando el frasco de la señora.

 

—Está bien - asiento simultáneamente con la cabeza - no está muy lejos de aquí, pero nosotros no sabremos qué es lo que hay que cojer.

La señora se levanta al acto.

 

—Yo sola me era incapaz de conseguir nada, mi hija fue infectada por una especie llamada «Boneys», al hacerle analíticas cuando se encontraba en estado de transformación pude ver qué componentes hacían falta para crear una cura. No sé si servirá lo que he hecho hasta ahora, pero creo que si encontráis estos medicamentos podría conseguir la cura para todos en una sola - nos entrega un papel con el nombre de cada medicina - el Estado controla todo nuestro país con máquinas de aire, si os metéis en el núcleo de la oficina central y derramáis los líquidos en la máquina, podréis hacer que en un momento se curen todos los zombis.

 

—Vamos - le digo a los demás - no va a ser fácil entrar ahí.

 

Decidimos ponernos en marcha para conseguir todo lo necesario. En el camino luchamos contra muy pocos, sólo dos especies distintas. Y por fin llegamos al Estado.

 

—No parece haber ningún tipo de seguridad - nos informa Fran preocupado - puede que ya no quede nada.

 

Miro a mi alrededor, tiene razón, es como si hubieran desalojado el lugar.

Aun así, entramos sin ningún tipo de esfuerzo, ya que todas las puertas se encuentran abiertas.

Hay zombis por todas partes, algunos parecen ser científicos por la ropa que llevan, no me da muy buena espina.

Miramos todas y cada una de las salas, hay pocos medicamentos, pero la mayoría los encontramos.

 

—En la sala central no hay ningún núcleo, puede que debamos ir abajo y así encontremos lo que falta - les digo a los demás.

De acuerdo conmigo decidimos bajar sin separarnos.

 

—Ahí - señala Sophie contenta al ver el último ingrediente que faltaba.

Lo encuentro todo demasiado fácil, hay algo que no me cuadra.

Fran se acerca a una sala donde parece ser el núcleo de la sala de aire.

Vertemos todos los medicamentos al núcleo y lo activamos sin ningún tipo de problema.

 

—¡Sí! - exclama Mery contenta.

 

Nos ponemos a reír y a festejarlo, orgullosos de todo lo que hemos conseguido. Decidimos volver a casa de la señora para explicarle todo.

No encontramos a nadie, ni un zombi por el camino, un escalofrío recorre mi cuerpo, no sé por qué tengo esta sensación tan rara.

 

—No hay nadie - dice Fran al entrar primero.

 

Me giro al oler los medicamentos de los contenedores de aire. Está funcionando.

De repente, la hija de la señora se abalanza contra Fran, mordiéndole la nuca y quedándose con la mitad de carne en su boca. Este cae muerto en el suelo.

La señora se empieza a reír en la oscuridad de la entrada de la casa.

 

—No pensé que lo haríais sin ningún tipo de duda - nos dice entre carcajadas.

 

Mi cuerpo empieza a notar una especie de ardor que hace que no me pueda mantener de pie. Veo a los demás desplomarse como yo, aún conscientes.

Amelia desaparece en las sombras de la casa, parece que ya no le atraemos.

 

—Este medicamento es para crear al zombi definitivo, todo humano vivo que respire este aire se convertirá en uno de los más fuertes zombis que haya existido - nos informa mientras camina hacia nosotros con una máscara de gas puesta.

 

—Ahora vosotros vais a ser mi experimento.

 

—¿Por... por... por qué? - consigo preguntar casi sin aliento.

 

—Vaya, veo que eres el único consciente.

 

Miro por el rabillo del ojo a los demás, están con convulsiones y a mí no me debe faltar mucho.

 

—Eres muy interesante - dice mientras se quita la máscara.

 

Empieza a nublarse mi vista, estoy mareado, aunque, aún consciente, no me quedan energías.

 

—Te lo explicaré - continúa con un tono de superioridad - cuando os vi supe que haríais cualquier cosa que os dijera, por eso empecé a gritar, para llamar vuestra atención. El Estado decidió echarme porque yo cree las primeras dosis.

Todos decían que estaba loca, pero cada vez que me adentraba en este mundo y veía como se producían cambios en los humanos, más apasionada estaba.

Cuando se enteraron de que lo probé con mi hija por robar una de esas dosis, decidieron evacuar, ya que, algunos de ellos también tenían síntomas y ninguno sabía de una cura, lo había preparado todo al milímetro.

 

Apenas la puedo oír, la noto muy lejana, pero sé que está justo en frente de mí.

 

—Antes de hacer nada, cree una especie de inmunidad, que es el frasco que os he enseñado antes, a mí no me atacareis, no sabréis ni que existo, los débiles morirán por sí solos, cuando lleguen en estado de putrefacción y vosotros seréis mi …

 

Mis ojos sin vida se cierran solos, mi cuerpo comienza a convulsionar y mi mente se apaga progresivamente a cada latido del corazón más débil.

 

Me muero.

FIN

 

 


 

 

Fuente:

Inkspired.

Cuento corto escrito por: Carolina Bueno Rivera.

Correcciones y edición final: Jarl Asathørn. 

Dekonstruerer Verden





DECONSTRUYENDO EL MUNDO

[1]

 

«Nuestros padres, nuestros profesores, nuestra sociedad y nuestra cultura pueden enseñarnos falsedades peligrosas y a menudo lo hacen. Nuestro mundo es una clara prueba de ello pues se encamina a trompicones e imprudentemente hacia una destrucción irreversible».

[Brian Weiss]

 


Nadie cuerdo debe soñar, anhelar o desear una guerra. Es insano. La guerra, en su esencia, es la negación de la razón, un grito desesperado de la bestia que llevamos dentro. Es la glorificación de la muerte, el triunfo del caos sobre el orden. ¿Quién, en su sano juicio, podría desear algo así? Sin embargo, la historia nos demuestra, una y otra vez, que la locura colectiva es una fuerza poderosa, capaz de arrastrarnos a los abismos más oscuros.

 

Esto no significa que uno no se prepare. La prudencia dicta que debemos estar listos para lo peor, aunque esperemos lo mejor. La preparación, en este contexto, no es un acto de belicismo, sino una medida de supervivencia. Es la conciencia de que el mundo es un lugar peligroso, y que la paz, como la salud, es un bien precioso que debemos proteger.

 

Son tiempos convulsos, caóticos, satánicos... donde grupos como Hamás sueñan pesadillas sangrientas. Son bestias que creen librar una guerra santa. Denigran el nombre de un dios, o tal vez, exaltan a un dios menor con aires de sempiterno, de Absoluto, pero que apenas es un soplo invisible en la eterna creación. Estos grupos, con sus ideologías fanáticas y sus métodos brutales, son la encarnación del mal en su forma más pura. Son la antítesis de la razón, la negación de la humanidad. Su objetivo es la destrucción, el caos, la aniquilación del otro.

 


Todos buscan la guerra para mover la maquinaria de muerte. Los políticos, con sus discursos inflamados y sus intereses ocultos.

Los fabricantes de armas, con sus ganancias obscenas y su sed insaciable de poder.

Los medios de comunicación, con su sensacionalismo y su manipulación de la opinión pública. Todos ellos, de una forma u otra, se benefician de la guerra. La guerra es un negocio, una industria, una fuente de poder. Y como cualquier negocio, tiene sus promotores, sus inversores, sus beneficiarios.



 

Todos son legión con vestiduras santas, monstruos con piel de oveja. Se disfrazan de defensores de la libertad, de la justicia, de las religiones, de la santidad, de la civilización. Pero en el fondo, son lobos con piel de cordero, depredadores monstruosos que acechan en la oscuridad, esperando el momento oportuno para atacar. Son los que predican la paz mientras preparan la guerra. Los que hablan de amor mientras siembran el odio. Los que prometen un futuro mejor mientras nos arrastran al abismo.

Deconstruyen nuestro mundo, como si les perteneciera.

El mundo se desmorona, se deshace, se pudre.

La esperanza es un espejismo, una ilusión.

El futuro es incierto, oscuro, aterrador.

La guerra es inevitable, y la destrucción, segura.

Es nuestro sino desaparecer, porque los engendros que gobiernan lo han determinado así… y nadie hace nada para detenerlos.

 


«¡Basta de silencios!¡Gritad con cien mil lenguas! porque, por haber callado, ¡el mundo está podrido!».

[Santa Catalina de Siena]

 

Imágenes creadas con AI.

Escrito por: IAn Moone [Ülveer]

Edición final: Jarl Asathørn. 

viernes, 10 de octubre de 2025

Rezyklon presenta: «Tambores de guerra al amanecer del día de mi muerte»



TAMBORES DE GUERRA 

AL AMANECER DEL DÍA DE MI MUERTE

 

«Despertado por un viento occidental,

la sangre del caos se filtra en el amanecer.

Una llamada a la guerra en honor y muerte,

el destino del guerrero de cabalgar la tormenta.

 

Cabalga.

 

Cabalgar por un camino de sombras y muerte,

respirar los vientos sagrados de la guerra.

Los fuegos arden en mi corazón,

morir con honor, cabalgar la tormenta.

 

Cabalga.

 

La inminencia del destino en el horizonte.

Los tambores de guerra en el viento.

La trascendencia del espíritu a través del destino.

Renacer en la liminancia del derramamiento de sangre.

 

La confluencia de la previsión y la memoria.

Una oración de silencio en el viento.

El honor de una muerte impregnada de belleza.

El beso de la muerte sobre mi lanza.

 

El ajuste de cuentas de la profecía en el horizonte.

Una sagrada manumisión de la carne.

Las llamas del destino lamiendo suavemente

sin ataduras en la belleza de una muerte sagrada.

 

Ahora la voz del viento susurra suavemente

un elogio en el silencio del amanecer.

Y mientras mis últimas visiones se convierten en mí,

las águilas se elevarán para llevarme a casa.

 

Cabalga».




 

Letra de Sgah’gahsowáh.

Portada creada con AI.

Edición final: Jarl Asathørn.