En medio de mi calvario medieval... les traigo
un cuento de H.P. Lovecraft, espero que lo lean y lo disfruten.
LA NAVE BLANCA
Howard Phillip Lovecraft
Soy Basil Elton, guardián del faro de Punta
Norte, que mi padre y mi abuelo cuidaron antes que yo. Lejos de la costa, la
torre gris del faro se alza sobre rocas hundidas y cubiertas de limo que
emergen al bajar la marea y se vuelven invisibles cuando sube. Por delante de
ese faro, pasan desde hace un siglo las naves majestuosas de los siete mares.
En los tiempos de mi abuelo eran muchas; en los de mi padre, no tantas; hoy,
son tan pocas que a veces me siento extrañamente solo, como si fuese el último
hombre de nuestro planeta.
De lejanas costas venían aquellas embarcaciones
de blanco velamen, de lejanas costas de Oriente, donde brillan cálidos soles y
perduran dulces fragancias en extraños jardines y alegres templos. Los viejos
capitanes del mar visitaban a menudo a mi abuelo y le hablaban de estas cosas,
que él contaba a su vez a mi padre, y mi padre a mí, en las largas noches de
otoño, cuando el viento del este aullaba misterioso.
Luego, leí más cosas de estas, y de otras
muchas, en libros que me regalaron los hombres cuando aún era niño y me
entusiasmaba lo prodigioso.
Pero más prodigioso que el saber de los viejos
y de los libros es el saber secreto del océano. Azul, verde, gris, blanco o
negro; tranquilo, agitado o montañoso, ese océano nunca está en silencio. Toda
mi vida lo he observado y escuchado, y lo conozco bien. Al principio, sólo me
contaba sencillas historias de playas serenas y puertos minúsculos; pero con
los años se volvió más amigo y habló de otras cosas; de cosas más extrañas, más
lejanas en el espacio y en el tiempo. A veces, al atardecer, los grises vapores
del horizonte se han abierto para concederme visiones fugaces de las rutas que
hay más allá; otras, por la noche, las profundas aguas del mar se han vuelto
claras y fosforescentes, y me han permitido vislumbrar las rutas que hay
debajo. Y estas visiones eran tanto de las rutas que existieron o pudieron
existir, como de las que existen aún; porque el océano es más antiguo que las
montañas, y transporta los recuerdos y los sueños del Tiempo.
La Nave Blanca solía venir del sur, cuando
había luna llena y se encontraba muy alta en el cielo. Venía del sur, y se
deslizaba serena y silenciosa sobre el mar. Y ya estuvieran las aguas
tranquilas o encrespadas, ya fuese el viento contrario o favorable, se deslizaba,
serena y silenciosa, con su velamen distante y su larga, extraña fila de remos,
de rítmico movimiento. Una noche divisé a un hombre en la cubierta, muy
ataviado y con barba, que parecía hacerme señas para que embarcase con él,
rumbo a costas desconocidas.
Después, lo vi muchas veces más, bajo la luna
llena, haciéndome siempre las mismas señas.
La luna brillaba en todo su esplendor la noche
en que respondí a su llamada, y recorrí el puente que los rayos de la luna
trazaban sobre las aguas, hasta la Nave Blanca. El hombre que me había llamado
pronunció unas palabras de bienvenida en una lengua suave que yo parecía
conocer, y las horas se llenaron con las dulces canciones de los remeros
mientras nos alejábamos en silencioso rumbo al sur misterioso que aquella luna
llena y tierna doraba con su esplendor.
Y cuando amaneció el día, sonrosado y luminoso,
contemplé el verde litoral de unas tierras lejanas, hermosas, radiantes,
desconocidas para mí. Desde el mar se elevaban orgullosas terrazas de verdor, salpicadas
de árboles, entre los que asomaban, aquí y allá, los centelleantes tejados y
las blancas columnatas de unos templos extraños. Cuando nos acercábamos a la
costa exuberante, el hombre barbado habló de esa tierra, la tierra de Zar,
donde moran los sueños y pensamientos bellos que visitan a los hombres una vez
y luego son olvidados. Y cuando me volví una vez más a contemplar las terrazas,
comprobé que era cierto lo que decía, pues entre las visiones que tenía ante mí
había muchas cosas que yo había vislumbrado entre las brumas que se extienden
más allá del horizonte y en las profundidades fosforescentes del océano. Había
también formas y fantasías más espléndidas que ninguna de cuantas yo había
conocido; visiones de jóvenes poetas que murieron en la indigencia, antes de
que el mundo supiese lo que ellos habían visto y soñado. Pero no pusimos el pie
en los prados inclinados de Zar, pues se dice que aquel que se atreva a
hollarlos quizá no regrese jamás a su costa natal.
Cuando la Nave Blanca se alejaba en silencio de
Zar y de sus terrazas pobladas de templos, avistamos en el lejano horizonte las
agujas de una importante ciudad; y me dijo el hombre barbado:
- Aquélla es Talarión, la Ciudad de las Mil
Maravillas, donde moran todos aquellos misterios que el hombre ha intentado
inútilmente desentrañar.
Miré otra vez, desde más cerca, y vi que era la
mayor ciudad de cuantas yo había conocido o soñado. Las agujas de sus templos
se perdían en el cielo, de forma que nadie alcanzaba a ver sus extremos; y
mucho más allá del horizonte se extendían las murallas grises y terribles, por
encima de las cuales asomaban tan sólo algunos tejados misteriosos y
siniestros, ornados con ricos frisos y atractivas esculturas. Sentí un deseo
ferviente de entrar en esta ciudad fascinante y repelente a la vez, y supliqué
al hombre barbado que me desembarcase en el muelle, junto a la enorme puerta
esculpida de Akariel; pero se negó con afabilidad a satisfacer mi deseo,
diciendo:
- Muchos son los que han entrado a Talarión, la
ciudad de las Mil Maravillas; pero ninguno ha regresado. Por ella pululan tan
sólo demonios y locas entidades que ya no son humanas, y sus calles están
blancas con los huesos de los que han visto el espectro de Lathi, que reina
sobre la ciudad.
Así, la Nave Blanca reemprendió su viaje,
dejando atrás las murallas de Talarión; y durante muchos días siguió a un
pájaro que volaba hacia el sur, cuyo brillante plumaje rivalizaba con el cielo
del que había surgido.
Después llegamos a una costa plácida y riente,
donde abundaban las flores de todos los matices y en la que, hasta donde
alcanzaba la vista, encantadoras arboledas y radiantes cenadores se caldeaban
bajo un sol meridional. De unos emparrados que no llegábamos a ver brotaban
canciones y fragmentos de lírica armonía salpicados de risas ligeras, tan
deliciosas, que exhorté a los remeros a que se esforzasen aún más, en mis
ansias por llegar a aquel lugar. El hombre barbado no dijo nada, pero me miró
largamente, mientras nos acercábamos a la orilla bordeada de lirios. De
repente, sopló un viento por encima de los prados floridos y los bosques
frondosos, y trajo una fragancia que me hizo temblar. Pero aumentó el viento, y
la atmósfera se llenó de hedor a muerte, a corrupción, a ciudades asoladas por
la peste y a cementerios exhumados. Y mientras nos alejábamos desesperadamente
de aquella costa maldita, el hombre barbado habló al fin, y dijo:
- Ese es Xura, el País de los Placeres
Inalcanzados.
Así, una vez más, la Nave Blanca siguió al
pájaro del cielo por mares venturosos y cálidos, impelida por brisas fragantes
y acariciadoras. Navegamos día tras día y noche tras noche; y cuando surgió la
luna llena, dulce como aquella noche lejana en que abandonamos mi tierra natal,
escuchamos las suaves canciones de los remeros. Y al fin anclamos, a la luz de
la luna, en el puerto de Sona-Nyl, que está protegido por los promontorios
gemelos de cristal que emergen del mar y se unen formando un arco esplendoroso.
Era el País de la Fantasía, y bajamos a la costa verdeante por un puente dorado
que tendieron los rayos de la luna.
En el país de Sona-Nyl no existen el tiempo ni
el espacio, el sufrimiento ni la muerte; allí habité durante muchos evos.
Verdes son las arboledas y los pastos, vivas y fragantes las flores, azules y
musicales los arroyos, claras y frescas las fuentes, majestuosos e imponentes
los templos y castillos y ciudades de Sona-Nyl. No hay fronteras en esas
tierras, pues más allá de cada hermosa perspectiva se alza otra más bella.
Por los campos, por las espléndidas ciudades,
andan las gentes felices y a su antojo, todas ellas dotadas de una gracia sin
merma y de una dicha inmaculada. Durante los evos en que habité en esa tierra,
vagué feliz por jardines donde asoman singulares pagodas entre gratos macizos
de arbustos, y donde los blancos paseos están bordeados de flores delicadas.
Subí a lo alto de onduladas colinas, desde cuyas cimas pude admirar
encantadores y bellos panoramas, con pueblos apiñados y cobijados en el regazo
de valles
verdeantes y ciudades de doradas y gigantescas
cúpulas brillando en el horizonte infinitamente lejano. Y bajo la luz de la
luna contemplé el mar centelleante, los promontorios de cristal, y el puerto
apacible en el que permanecía anclada la Nave Blanca.
Una noche del memorable año de Tharp, vi
recortada contra la luna llena la silueta del pájaro celestial que me llamaba,
y sentí las primeras agitaciones de inquietud. Entonces hablé con el hombre
barbado, y le hablé de mis nuevas ansias de partir hacia la remota Cathuria,
que no ha visto hombre alguno, aunque todos la creen más allá de las columnas
basálticas de Occidente. Es el País de la Esperanza: en ella resplandecen las
ideas perfectas de cuanto conocemos; al menos así lo pregonan los hombres. Pero
el hombre barbado me dijo:
- Cuídate de esos mares peligrosos, donde los
hombres dicen que se encuentra Cathuria. En Sona-Nyl no existe el dolor ni la
muerte; pero, ¿quién sabe qué hay más allá de las columnas basálticas de
Occidente?
Al siguiente plenilunio, no obstante, embarqué
en la Nave Blanca, y abandoné con el renuente hombre barbado el puerto feliz,
rumbo a mares inexplorados.
Y el pájaro celestial nos precedió con su
vuelo, y nos llevó hacia las columnas basálticas de Occidente; pero esta vez
los remeros no cantaron dulces canciones bajo la luna llena. En mi imaginación,
me representaba a menudo el desconocido país de Cathuria con espléndidas
florestas y palacios, y me preguntaba qué nuevas delicias me aguardarían.
«Cathuria», me decía, «es la morada de los dioses y el país de innumerables
ciudades de oro. Sus bosques son de aloe y de sándalo, igual que los de
Camorin; y entre sus árboles trinan alegres y entonan sus cantos amables los
pájaros; en las verdes y floridas montañas de Cathuria se elevan templos de
mármol rosa, ricos en bellezas pintadas y esculpidas, con frescas fuentes
argentinas en sus patios, donde gorgotean con música encantadora las fragantes
aguas del río Narg, nacido en una gruta. Las ciudades de Cathuria tienen un cerco
de murallas doradas, y sus pavimentos son de oro también. En los jardines de
estas ciudades hay extrañas orquídeas y lagos perfumados cuyos lechos son de
coral y de ámbar. Por la noche, las calles y los jardines se iluminan con
alegres linternas, confeccionadas con las conchas tricolores de las tortugas, y
resuenan las suaves notas del cantor y el tañedor de laúd. Y las casas de las
ciudades de Cathuria son todas palacios, construidos junto a un fragante canal
que lleva las aguas del sagrado Narg. De mármol y de pórfido son las casas; y
sus techumbres, de centelleante oro, reflejan los rayos del sol y realzan el
esplendor de las ciudades que los dioses bienaventurados contemplan desde
lejanos picos. Lo más maravilloso es el palacio del gran monarca Dorieb, de
quien dicen algunos que es un semidiós y otros que es un dios. Alto es el
palacio de Dorieb, y muchas son las torres de mármol que se alzan sobre las
murallas. En sus grandes salones se reúnen multitudes, y es aquí donde cuelgan
trofeos de todas las épocas. Su techumbre es de oro puro, y está sostenida por
altos pilares de rubí y de azur donde hay esculpidas tales figuras de dioses y
de héroes, que aquel que las mira a esas alturas cree estar contemplando el
olimpo viviente. Y el suelo del palacio es de cristal, y bajo él manan,
ingeniosamente iluminadas, las aguas del Narg, alegres y con peces de vivos
colores desconocidos más allá de los confines de la encantadora Cathuria».
Así hablaba conmigo mismo de Cathuria, pero el
hombre barbado me aconsejaba siempre que regresara a las costas bienaventuradas
de Sona-Nyl; pues Sona-Nyl es conocida de los hombres, mientras que en Cathuria
jamás ha entrado nadie.
Y cuando hizo treinta y un días que seguíamos
al pájaro, avistamos las columnas basálticas de Occidente.
Una niebla las envolvía, de forma que nadie
podía escrutar más allá, ni ver sus cumbres, por lo cual dicen algunos que
llegan a los cielos. Y el hombre barbado me suplicó nuevamente que volviese,
aunque no lo escuché; porque, procedentes de las brumas más allá de las
columnas de basalto, me pareció oír notas de cantones y tañedores de laúd, más
dulces que las más dulces canciones de Sona-Nyl, y que cantaban mis propias
alabanzas; las alabanzas de aquél que venía de la luna llena y moraba en el
País de la Ilusión. Y la Nave Blanca siguió navegando hacia aquellos sones
melodiosos, y se adentró en la bruma que reinaba entre las columnas basálticas
de Occidente. Y cuando cesó la música y levantó la niebla, no vimos la tierra
de Cathuria, sino un mar impetuoso, en medio del cual nuestra impotente
embarcación se dirigía hacia alguna meta desconocida. Poco después nos llegó el
tronar lejano de alguna cascada, y ante nuestros ojos apareció, en el
horizonte, la titánica espuma de una catarata monstruosa, en la que los océanos
del mundo se precipitaban hacia un abismo de nihilidad. Entonces, el hombre
barbado me dijo con lágrimas en las mejillas:
- Hemos despreciado el hermoso país de
Sona-Nyl, que jamás volveremos a contemplar. Los dioses son más grandes que los
hombres, y han vencido.
Yo cerré los ojos ante la caída inminente, y
dejé de ver al pájaro celestial que agitaba con burla sus alas azules
sobrevolando el borde del torrente.
El choque nos precipitó en la negrura, y oí
gritos de hombres y de seres que no eran hombres. Se levantaron los vientos
impetuosos del Este, y el frío me traspasó, agachado sobre la losa húmeda que
se había alzado bajo mis pies. Luego oí otro estallido, abrí los ojos y vi que
estaba en la plataforma de la torre del faro, de donde había partido hacía
tantos evos. Abajo, en la oscuridad, se distinguía la silueta borrosa y enorme
de una nave destrozándose contra las rocas crueles; y al asomarme a la negrura
descubrí que el faro se había apagado por primera vez desde que mi abuelo asumiera
su cuidado.
Y cuando entré en la torre, en la última
guardia de la noche, vi en la pared un calendario: aún estaba tal como yo lo
había dejado, en el momento de partir. Por la mañana, bajé de la torre y busqué
los restos del naufragio entre las rocas; pero sólo encontré un extraño pájaro
muerto, cuyo plumaje era azul como el cielo, y un mástil destrozado, más blanco
que el penacho de las olas y la nieve de los montes.
Después, el mar no ha vuelto a contarme sus
secretos, y aunque la luna ha iluminado los cielos muchas veces desde entonces
con todo su esplendor, la Nave Blanca del sur no ha vuelto jamás.
Fuente:
De mis archivos ancestrales.