Leonor se mudaba de
nuevo. A su madre le encantaba la restauración, así que su predilección por las
casas antiguas empujaba a la familia a llevar una vida más bien nómada. Era la
primera noche que dormían allí y, como siempre, su madre le había dejado una pequeña
bombilla encendida para espantar todos sus miedos. Cada vez que se cambiaban de
casa le costaba conciliar el sueño.
La primera noche apenas
durmió. El crujir de las ventanas y del parqué la despertaba continuamente.
Pasaron tres días más hasta que empezó a acostumbrarse a los ruidos y descansó
del tirón.
Una semana después, en
una noche fría, un fuerte estruendo la sobresaltó. Había tormenta y la ventana
se había abierto de par en par por el fuerte vendaval. Presionó el interruptor
de la luz, pero no se encendió. El ruido volvió a sonar, esta vez, desde el
otro extremo de la habitación. Se levantó corriendo y, con la palma de la mano
extendida sobre la pared, empezó a caminar en busca de su madre. Estaba
completamente a oscuras. A los dos pasos, su mano chocó contra algo. Lo palpó y
se estremeció al momento: era un mechón de pelo. Atemorizada, un relámpago
iluminó la estancia y vio a un niño de su misma estatura frente a ella. Arrancó
a correr por el pasillo, gritando, hasta que se topó con su madre. «¿Tú también
lo has visto?», le preguntó.
Sin ni siquiera preparar
el equipaje, salieron rápidamente de la casa. Volvieron al amanecer, tiritando
y con las ropas mojadas. Se encontraron todo tal y como lo habían dejado...
menos el espejo de la habitación de la niña. Un mechón de pelo colgaba de una
de las esquinas y la palabra «FUERA» estaba grabada en el vidrio.
La familia se mudó de
manera definitiva para dejar atrás aquella pesadilla. Leonor había empezado a
ir a un nuevo colegio y tenía nuevos amigos. Un día, la profesora de castellano
les repartió unos periódicos antiguos para una actividad. La niña ahogó un
grito cuando, en una de las portadas, vio al mismo niño una vez más, bajo un
titular: «Aparece muerto un menor en extrañas circunstancias».
Les preparó el almuerzo y
salieron a la calle apresuradas. Como cada día, llevaba a sus hijas gemelas al
colegio. Caminaban tarareando una canción y cogidas de la mano cuando el móvil
sonó desde su bolso. Era del trabajo. Respondió rápidamente y su interlocutor
le pidió que acudiera de inmediato a la oficina. Había ocurrido algo grave, así
que decidió que las niñas continuaran solas; conocían bien el camino. Las besó
en la frente y emprendió la ruta de vuelta. Solo dio veinte pasos. A sus
espaldas, el ruido de un fuerte golpe seguido de un frenazo hizo que volteara
la cabeza con una expresión de horror en el rostro. Los cuerpos de las dos
pequeñas yacían inertes bajo un camión. Todavía estaban cogidas de la mano.
La mujer se sumió en una
profunda depresión de la que consiguió salir con un nuevo embarazo. Por ironía
del destino, en su vientre estaban cobrando vida dos niñas gemelas. Cuando dio
a luz, el asombroso parecido con sus hijas fallecidas sorprendió a más de un
vecino. A medida que las pequeñas crecían, la madre se volvió más y más
protectora. Le aterrorizaba la idea de que pudiera perderlas. Un día, de camino
al colegio, las hermanas se adelantaron y corrían ante la atenta mirada de la
mujer. En cuanto pusieron un pie en el asfalto, una férrea mano las detuvo con
brusquedad. Entre sollozos desconsolados, su madre les rogó que no cruzaran
nunca sin su permiso. «No pensábamos en
hacerlo. Ya nos atropellaron una vez, mamá. No volverá a ocurrir».
Desde entonces, algunos
viajeros aseguran que al pasar por ese tramo unas interferencias se cuelan en
la radio y se oye una misteriosa melodía: el tarareo de unas niñas.
Restaba menos de un mes
para que se cumpliera el plazo de entrega de su manuscrito y él ni siquiera lo
había empezado, pasaba por uno de esos famosos «bloqueos de escritor», tratando
de evitar distracciones se enclaustró en una humilde cabaña en medio del
bosque, donde pasaba horas divagando junto a un pequeño pozo al que hizo su
amigo, esperando que este le concediera el deseo de escribir un libro entero en
menos de una semana. Cuando el pozo respondió, lo hizo con una tímida voz de
niña y propuso ayudarlo a cambio de diez gotas de sangre.
No había tiempo para
desperdiciar una oportunidad así, el hombre aceptó el precio sin dudarlo, de
inmediato hizo cortadas en sus dedos, para dejar caer la sangre que le pedía el
pozo. Tras cada una de ellas, parecía que el túnel cobraba vida, las paredes se
movían al ritmo de sus cálidas exhalaciones, dejando escapar suspiros de alivio
y éxtasis.
También la tierra rugía,
como si descansara debajo de ella una enorme bestia, tras la última gota, una
deforme criatura envuelta en fuego emergió del pozo, y se fue sobre el
escritor. Diez gotas de sangre solo le dieron fuerza para salir del hoyo,
necesitaba el resto del hombre para alimentarse.
En ese momento el
manuscrito dejó de importar, luchaba con uñas y dientes para defenderse de los
ataques del debilitado demonio que había liberado de las profundidades, pero
todo resultaba inútil, su cuerpo estaba también envuelto en llamas, la carne le
chillaba mientras se retorcía en el suelo.
Los anteriores habitantes
de la cabaña, conocían el mal que moraba en aquel agujero, pero necesitaban el
agua, así que decidieron no sellarlo, simplemente tenían mucho cuidado al
acercarse, no imaginaron que, al marcharse de ahí, vendría un tipo loco que
hablara con los pozos y les pidiera deseos.
La historia era bastante
buena para un libro, lástima que el escritor terminara devorado y sus restos
calcinados a la orilla del pozo, que solo cumplió el deseo de una buena cena
para aquel monstruo.
La noche se tornaba
sombría; la escasa iluminación de las calles era absorbida por la oscuridad,
llenando todo de penumbras, que solo se acompañan por el sonido de la lluvia
golpeando el asfalto. Las personas se habían guardado en sus casas, solo
quedaron aquellos que caminaban por necesidad.
Entre ellos Romina, una
chica de humilde procedencia, que no ajustó ese día para el transporte que la
llevara de la universidad a su casa. Era algo común para ella, muchas veces
había recorrido ese camino en las mismas condiciones, pero eso no evitaba que
se le crisparan un poco los nervios.
A pesar de que el frío
obligaba a todos a esconder su rostro bajo sombreros, bufandas o abrigos,
causando cierta desconfianza al cruzarse unos con otros, Romina estaba
consciente de que lucía igual de sospechosa que ellos, y se movía con cautela
para no causarle un susto a alguien.
A pocas calles de su
casa, sintió alivio, ya estaba en sus terrenos y eso le daba seguridad, sin
embargo, al doblar la esquina, distinguió a una oscura silueta caminando por la
misma acera y en dirección a ella. Conforme ambos avanzaban, le inquietaba un
poco no poder distinguir sus ropas, ni el sonido de sus pisadas, era tan solo
una sombra que hacia tintinear las luces por donde pasaba.
Con un poco de precaución
Romina se fue a la otra acera, apurando el paso, volteando para todos lados, y
la sombra no estaba más… no estaba más en la lejanía, se había posado frente a
ella, sujetándola fuerte del cuello. Robándole la vida y arrastrándola a lo más
profundo del sufrimiento eterno.
Al mismo tiempo,
Christina, su amiga de toda la vida, estaba sentada en medio de un pentagrama
dibujado con sangre, le pedía al Lucifer que se llevara a Romina y la
mantuviera cautiva en el infierno, pues sentía mucha envidia de ella, y no
quería verla más en este mundo.
Los días pasaron, Romina
seguía desaparecida ante la consternación de todos sus allegados, excepto de
Christina, que ocultaba su sonrisa, pues estaba contenta de que sus ruegos
fueron escuchados por el señor de las tinieblas.
Fuentes:
lavanguardia.com
leyendadeterror.net
laverdadnoticias.com
live.staticflickr.com
Edición final: V.D.M.