Pierre Bourgot y Michel Verdung
A principios del siglo XVI,
en la comuna francesa de Poligny, un pastor llamado Pierre Bourgot buscaba a su
rebaño en el bosque. Las ovejas habían huido asustadas a causa de una terrible
tormenta, y Bourgot temía que, si no las encontraba, perdería su único medio de
sustento y tendría que buscar nuevas salidas profesionales, probablemente como
leproso o vagabundo harapiento.
De pronto, Bourgot distinguió
a "tres jinetes negros" cabalgando bajo la lluvia. Parecían haber
salido de la nada. Ninguna de las fuentes que he consultado contiene una
descripción detallada de estos jinetes, pero dudo que nos equivoquemos si
pensamos que iban montados en caballos negros de gran tamaño y que envolvían
sus corpulentos cuerpos en grandes mantos negros tocados con capuchas,
ocultando sus rostros en sombras. La alternativa de que fueran turistas
zimbabuenses es menos cinematográfica.
La reacción normal de
cualquier persona con dos dedos de frente hubiera sido correr a esconderse
detrás de un árbol, pero en aquella época no había Netflix y la gente se
aburría lo suficiente para jugarse el pellejo con tal de entretenerse, así que
Bourgot saludó a los jinetes y les contó su penoso contratiempo.
Uno de los jinetes le dijo
que no se preocupase, que sí juraba servir a "su señor" y confiaba en
él, este velaría por sus ovejas y Bourgot no tardaría en dar con ellas.
Suponemos que cuando el oscuro jinete mencionó a "su señor", un
relámpago cayó en las inmediaciones y el estruendo del trueno hizo relinchar a
los caballos furiosamente. Quizá el tipo incluso dejó escapar una risa
siniestra. Cuanto más cinematográfico, más tendrá de cierto.
De nuevo, una persona normal
habría preguntado quién era ese "señor" del que hablaba el jinete
antes de comprometerse a nada, pero Bourgot era imbécil y estaba desesperado
por recuperar a sus ovejas. Por lo tanto, no se lo pensó dos veces y juró
lealtad a quién quiera que fuese el amo de los jinetes.
Se debiera o no la
intervención de aquel desconocido "señor", poco después del feliz y
nada sospechoso encuentro Bourgot encontró su rebaño sano y salvo.
Pasados algunos días sin que
se produjera ningún nuevo incidente, el pastor volvió a cruzarse con los
jinetes negros. Estos le informaron de a quién había jurado servir.
"Nuestro señor es el
diablo", le dijeron. "¿A qué no te lo esperabas? ¡Sorpresa!".
"¿El diablo?",
repitió Bourgot, confuso.
"Sí, el diablo, ¡el
mismo demonio! También se le conoce como Satán, Satanás, Lucifer, Belial,
Samael... No veas lo que gasta en tarjetas de visita".
"Aaaah, el diablo",
entendió por fin el pastor. "Haber empezado por ahí".
Sin embargo, para que el
despreocupado Bourgot pudiera ser titular de una tarjeta de fidelización y
beneficiarse de todas las ventajas de esta secta satánica del Franco Condado,
antes tenía que enunciar a Dios y al bautismo, así como rellenar algunos
impresos.
Resuelto el papeleo, Bourgot
participó con los jinetes en una misa negra y pasó a ser miembro VIP del club
anticristiano.
Años más tarde, al ser detenido
y juzgado ante un tribunal, declaró:
"Caí de rodillas y rendí
vasallaje al diablo. Luego me regalaron una sudadera que decía 'I ♥
Satan'. ¡Y era de algodón auténtico!".
"¿Hoy no te tocaba traer
a ti el aperitivo, Baptiste?".
Tras un par de años de mirar
mal a la gente y no pisar una iglesia, Bourgot se cansó de adorar al diablo y
volvió a su vida normal. Después de todo, vista una misa negra, vistas todas.
Fue entonces cuando el
protagonista de nuestra historia conoció a Michel Verdung, pastor como él y
también siervo de Satán. Verdung escuchó la historia de Bourgot con interés y,
al ver que se había apartado de la senda del mal, le invitó a participar en un
programa de reinserción. Al igual que cualquier influencer sin un plan B, Satán
no podía permitirse perder seguidores.
Verdung le presentó a su
aquelarre, que se reunía una vez a la semana en mitad del bosque para ensalzar
al demonio y fabricar velas aromáticas. Allí le mostró que, gracias a los dones
del maligno, era capaz de transformarse en lobo a voluntad.
A Bourgot le fascinó esta
demostración de poder. Él también quería convertirse en animal y dar rienda
suelta a sus más bajos instintos. Siempre había querido tener una excusa para mearse
en las fachadas de sus vecinos.
Sin embargo, Verdung no podía
enseñarle a transformarse en lobo a voluntad de un día para otro. Para eso
había que aprobar el curso avanzado de brujería y ritos demoníacos. Lo que sí
podía hacer Bourgot hasta entonces era aplicarse un ungüento mágico con
idéntico resultado.
En efecto, aunque este es un
detalle que la ficción procura ignorar, en las primeras historias y leyendas
sobre hombres lobo era frecuente que estos utilizaran cosméticos para
transformarse. Ni maldiciones gitanas ni lunas llenas, solo potingues untuosos
prescritos por Lucifer.
"Cuánto molo".
Durante años, los cambiantes
Bourgot y Verdung sembraron el terror por el este de Francia, cometiendo toda
clase de atrocidades. Sin embargo, su suerte se truncó cuando Verdung se topó
con un viajero que quizá fuera descendiente de algún irreductible galo y que no
estaba por la labor de dejarse devorar vivo por un chucho infernal. El
individuo dio al lobo una somanta de palos y el animal huyó con el rabo entre
las piernas.
Decidido a terminar lo que
había empezado, el viajero siguió el rastro de sangre que había dejado el lobo
hasta una cabaña. Allí encontró a Verdung en forma humana y acompañado de su
mujer, que limpiaba y vendaba sus heridas. Observó también que las heridas de
Verdung coincidían con las de la peluda bestia que le había atacado.
"Sospechoso", dijo
el viajero en voz alta.
"¡Oh! ¡Buenas tardes,
señor desconocido con el que juro que no me había cruzado hasta ahora!",
chilló Verdung, nervioso. "Si por casualidad está usted buscando un lobo,
aquí no hay ninguno. Nada de lobos en esta casa, gracias a Satán... ¡Dios!
Quería decir Dios".
"Tampoco hay brujas
aquí", añadió apresuradamente la mujer.
"Sospechoso",
repitió el viajero.
A la vista del panorama, el
viajero llegó a la única conclusión posible: el lobo debía de estar en otra
parte. O quizá Verdung era un hombre lobo. En aquellos tiempos, cualquiera
sabía.
Por si acaso, agarró al
hombre de la oreja y lo llevó ante la justicia.
El encargado de interrogar a
Verdung fue el inquisidor general de la diócesis de Besanzón, un hombre sagaz y
conversador perspicaz, con un gran olfato para distinguir verdades de mentiras.
No había confesión que no pudiera extraer, sobre todo cuando tenía hierros
candentes a mano.
Durante el interrogatorio,
Verdung delató a Bourgot y a otro tipo llamado Philibert con el que solían
salir de parranda. En 1521, los tres se enfrentaron a cargos de brujería,
canibalismo y robo de una peluca recetada por un médico para su empleo en tal
brujería.
La esperanza de vida era
demasiado corta en aquella época como para perder el tiempo con investigaciones
y otras fruslerías, así que el juicio duró poco. Los reos confesaron haberse merendado
a mujeres y niños, matado ganado y copulado con lobas; todo ello bajo la apariencia
de lobos o, más probablemente, bajo los efectos de alguna droga alucinógena.
Por curiosidad, el tribunal
inquirió acerca de cómo se lo tomaban las lobas a las que montaban, pero
tampoco le dio muchas vueltas al asunto: los tres culpables fueron sentenciados
a muerte y quemados vivos en la hoguera.
¿Balas de plata?, decís. Muy
caras. La plata estaba reservada para la cubertería y los crucifijos.
Gilles Garnier
En 1573, varios niños de un
pueblecito cercano a Dole fueron víctimas del ataque de una enorme bestia de
voraz apetito. Por suerte, no todos murieron desgarrados y devorados en terribles
circunstancias que motivaron la creación de la calificación "no
recomendada para menores de 13 años"; hubo críos que sobrevivieron casi de
una pieza. Cuando la criatura no tenía mucha hambre, picoteaba un brazo aquí,
una pierna allá, y no era infrecuente que se dejase la comida a medias, aun
así, la gente tenía miedo. Ningún padre quiere ver morir a sus hijos, sobre
todo ningún padre que necesite mano de obra gratuita para trabajar en el campo.
Un día, uno de los vecinos
del lugar sorprendió a la bestia en plena faena, hincándole el diente a un
inocente infante en la tierna rabadilla. A primera vista parecía un lobo, pero,
al acercarse para ahuyentar al supuesto animal, el hombre se fijó en que, bajo
la espesa mata de pelo, y a pesar de los colmillos y las orejas puntiagudas, el
monstruo se daba un aire a uno de los tipos más extraños del lugar: Gilles
Garnier.
Incluso llevaba la misma
camisa vieja y raída.
Garnier era un tipo solitario
y tranquilo, que vivía como un ermitaño a las afueras del pueblo.
"Siempre saludaba cuando
te lo cruzabas en el camino", comentaban de él las vecinas poco después de
que lo condenaran por los sucesos que estamos relatando.
La declaración de aquel
testigo ocular bastó para detener a Garnier y tampoco hizo falta mucho más para
condenarlo. Las autoridades de aquella época no podían comparar huellas o muestras
de ADN, y en pleno periodo álgido de la caza de brujas, si no caías bien en la comunidad
y te señalaban con el dedo, tenías todas las papeletas para morir quemado en la
hoguera o ahogado en el río. Incluso si erraban en su valoración y resultaba
que al final no eras un vasallo de Satán, tampoco pasaba nada: irías al Cielo
un poco antes que el resto y ya está. Los buenos cristianos podían vivir con
eso.
Durante el juicio, Garnier se
vino abajo y confesó que la pobreza y el hambre le habían empujado a hacer un
pacto con un espíritu maligno en el bosque. A cambio de dejarse melena,
escuchar música renacentista y, en definitiva, servir al diablo, había recibido
un ungüento que podía aplicarse para convertirse en lobo y así saciar su gazuza
carnívora devorando a sus semejantes.
"¡Que os jodan! ¡No me
arrepiento de nada!".
Para asegurarse de que no
reincidía en tan monstruosas prácticas, se tomaron medidas disuasorias bastante
rigurosas: le prendieron fuego. Esta noticia llegó a unos parientes lejanos de
Garnier, que decidieron montar un negocio de cosméticos, para el cuidado de la piel
y del cabello.
Hoy Garnier es una de las
marcas más conocidas de L'Oreal. ¿Coincidencia? No lo creo.
Peter Stubb
A finales del siglo XVI, la
ciudad alemana de Bedburg (ubicada en el actual estado de Renania del
Norte-Westfalia, cerca de Colonia) se vio asolada por una oleada de muertes grotescas.
Las víctimas eran animales de
granja: una gallina a la que habían arrancado la cabeza de un bocado, una vaca
a la que habían mordisqueado de morillo a rabo, una oveja que tenía mucho mejor
aspecto cuando no estaba esparcida en un radio de veinte metros... De haber
existido, las protectoras de animales habrían puesto el grito en el cielo, pero
por aquel entonces la gente no se dedicaba a fines tan altruistas (probablemente
porque estaba más preocupada por sobrevivir al hambre, la peste y cualquiera
que fuera la guerra de la semana).
A raíz de estos sucesos, los
vecinos de Bedburg llegaron a la conclusión de que una manada de lobos se había
establecido en el bosque colindante y organizaron batidas para cazarlos.
Pero ninguna tuvo éxito.
"Deben de ser lobos muy
listos", comentó Peter Stubb (o Stump, según algunas versiones), un
respetado y acaudalado ganadero.
En apariencia, Stubb estaba
tan preocupado como sus conciudadanos por los terribles acontecimientos. De
hecho, la situación parecía haberle afectado gravemente a los nervios, porque
desde que empezaron a encontrarse los cadáveres mutilados había adquirido la manía
de rascarse con vehemencia detrás de la oreja. Utilizando el pie. Sus amigos
pensaban que estaba realmente consternado.
Las manadas de lobas son las
más peligrosas.
Nadie se planteó que pudiera
haber una causa sobrenatural detrás de aquellas matanzas hasta que varias
personas, niños incluidos, empezaron a desaparecer en extrañas circunstancias.
Fue entonces cuando corrieron los primeros rumores sobre la presencia de un monstruo.
"He oído que en el monte
vive un ser semihumano que tiene un cuerno en la cabeza, alas en los hombros,
serpientes en la cintura y una única pata de águila con un ojo en la
rodilla".
"¡Paparruchas! Estas
desapariciones solo pueden ser obra de un cerdo con cabeza, manos y pies de
hombre".
"No descartemos al perro
con cabeza de pájaro".
Los monstruos del siglo XVI
eran muy raros.
Mientras tanto, Peter Stubb
seguía saludando a sus vecinos con el sombrero y rascándose la oreja con el
pie, cada día con más efusividad.
Nadie sospechaba del jefe de
policía.
Cuando se encontraron los
primeros cuerpos mutilados de las personas desaparecidas, el pánico recorrió
las calles de la ciudad. Hombres, niños e incluso mujeres embarazadas fueron víctimas
de un cruel atacante, sin duda un ser diabólico y sobrenatural.
"Probablemente sea de
fuera", decía Stump. "No puedo uno fiarse de los turistas".
La búsqueda se intensificó y,
por fin, una de las partidas de caza dio con el rastro de un lobo enorme en el
bosque. Los perros siguieron el rastro, localizaron al animal y lo persiguieron
hasta acorralarlo. Cuando los cazadores llegaron al lugar de donde venían los
ladridos, contemplaron atónitos como la bestia a la que los perros rodeaban se
convertía ante sus ojos en un hombre. Algunos de los presentes reconocieron su
rostro: era el gentil Peter Stubb.
"Hola, ¿qué tal? Se ha
quedado buena tarde, ¿eh?", saludó Stubb, que sudaba copiosamente.
"Si no es mucha
molestia, ¿podríais apartar a los perros para que pueda seguir mi camino?
Lamentablemente no puedo
quedarme a charlar con vosotros. Tengo muchas cosas que hacer. Cosas de
ganaderos, como, um, ordeñar los caballos y esquilar a los cerdos. Nada que tenga
que ver con lobos, eso seguro".
Peter Stubb, de picnic.
Stubb fue juzgado en Colonia
y confesó la mayor retahíla de crímenes atroces cometidos jamás por una sola
persona. Sus fechorías se remontaban hasta veinticinco años atrás e incluían
asesinatos, canibalismo e incesto (con su propia hija y también con su hermana,
porque, ya puestos a llevar una vida licenciosa, ¿por qué cortarse?).
Stubb reveló también que
llevaba practicando magia negra desde que tenía doce años (sus amigos aún
jugaban a la peonza mientras el sacrificaba ratas sobre pentáculos dibujados
con tiza) y aseguró que el diablo le había dado el poder de transformarse en
fiera. Para variar, él no necesitaba una crema para cambiar de forma, ya que
Satán había empezado a trabajar también en el mercado textil. Un cinturón de
piel de lobo era todo lo que Stubb necesitaba para lucir un magnífico pelaje en
las pasarelas.
Por supuesto, el hecho de que
Stubb confesara todo aquello después de haber pasado varias horas en el potro
no debería hacernos dudar de la veracidad de su relato. Y que Stubb fuera protestante
y los líderes católicos del lugar estuviesen desesperados por arañar feligreses
al protestantismo tampoco fue determinante en su condena.
La ejecución de Stubb rizó el
rizo: lo ataron de pies y manos a una gran rueda, le arrancaron la piel con
pinzas candentes, le partieron los huesos de las extremidades con bastones de madera,
le leyeron las obras completas de Juan de Torquemada, y le cortaron la cabeza.
Una vez aplicada la sentencia de muerte, y por si acaso le daba por volver del
más allá, quemaron su cuerpo hasta que no quedaron más que cenizas. Por último,
a modo de mensaje para futuros aspirantes a monstruo, clavaron su cabeza en una
pica con un letrero que decía "OMVRE LOVO" (serían expertos en
tortura y ejecuciones, pero su ortografía dejaba mucho que desear).
La amante de Stubb, Katherine
Trompin, también fue torturada y quemada en la hoguera, bajo sospecha de ser un
demonio enviado por Satán para pervertir a los hombres y llevarlos por el mal
camino. El tribunal no tenía certeza de que fuera un demonio, pero la mujer era
guapa y tenía los dientes blancos, así que, como poco, se la podía condenar por
bruja.
El mismo destino sufrió la
hija de Stubb, que quizá debería haber delatado a su padre en lugar de dejarse
preñar por él. Eran tiempos complicados.
Jean Grenier
En Francia, concretamente en
Burdeos, tenemos otro caso documentado de un hombre que fue juzgado en 1603 por
su condición de hombre lobo, un joven vagabundo llamado Jean Grenier.
Después de ser capturado por
la ya habitual lista de crímenes inefables, Grenier relató ante el tribunal que
un jinete alto y oscuro, cuya piel estaba fría al tacto y que se hacía llamar
el Señor del Bosque, le había tomado como siervo e invitado a unirse a su secta
satánica.
"¿Renuncias a Dios y
entregas tu alma a Satanas Luciferi Excelsi?", le preguntó el jinete.
"Sí, claro, ¿por qué
no?", respondió Grenier, encogiéndose de hombros.
No podemos juzgar duramente a
Grenier sin ponernos en su situación. Como ya he dicho antes, aun en el siglo
XVII, cuando la gente no se estaba deslomando en el campo, padeciendo
enfermedades o muriendo de desnutrición, se aburría bastante. Unirse a una secta
era una manera tan buena como cualquier otra de matar el tiempo.
El autoproclamado Señor del
Bosque le dio un ungüento mágico y también una capa de piel de lobo para que el
muchacho pudiera transformarse en bestia. Nada que no hubiéramos visto antes.
Es más, sospecho que el Señor del Bosque podía ser uno de los jinetes de la historia
de Pierre Bourgot. ¿Estaremos ante uno de los primeros crossovers del género de
terror de la historia? Yo quiero pensar que sí.
Grenier se jactó ante el tribunal
de que, junto a otros nueve miembros de la secta, todos hombres lobo, había
matado y devorado a innumerables personas. Su plato favorito eran las jóvenes
crudas con una pizca de perejil, pero también compartió con los jueces otras
recetas que revolverían el estómago a una cabra.
Bocatto di cardinale.
Sin embargo, los tiempos
debían de estar cambiando, porque el tribunal, en lugar de sentenciar a muerte
a Grenier, lo condenó a vivir recluido en un monasterio, que, en aquella época,
era lo más parecido a un spa.
Aun así, si algo nos
demuestran todas estas historias, es que ser hombre lobo no renta. Por lo tanto,
si os cruzáis con un jinete negro en el bosque y os hace una oferta de trabajo,
decidle que naranjas. O aceptad su oferta y servid a Satán hasta el fin de los
tiempos, que no está el mercado laboral para hacerle ascos a un contrato
indefinido.
Fuente:
eltipodelabrocha.com