«Seguimos sometidos... en el centro de guerras absurdas, que ni siquiera son nuestras.
Todos al ruedo
para ser carne de cañón.
Nos tratan como
esclavos que deben morir, solo porque a ellos se les ocurre, y la sangre hierve
mientras los dioses callan sus voces, perdidos en el tiempo-no tiempo.
Debemos levantar
las espadas para enfrentar al oscuro enemigo, aunque nos cueste la vida.
Que corra
nuestra sangre, la sangre de valientes que se enfrentan a los monstruos.
¿Quiénes son
ellos; los areneros; para decirnos que hacer?
¿Quiénes son
esos reyes de cartón que nos miran con desdén?
Levantemos los
escudos, guerreros, y vayamos al campo de nuestra guerra, la que traerá la
gloria y el orgullo de los antepasados.
Que suenen las
trompetas y los cuernos para luchar contra los imperios salvajes del anciano
desolado.
Destruyamos la
vieja bandera, de la simiente rastrera.
Que se escuchen
nuestras voces en esta frágil vida, que el amanecer sea cubierto con nuestra
sangre, para que los hijos de los hijos hereden una nueva tierra, aquella que
debe ser sin ofidios del desierto, sin ojos, juramentos secretos ni pirámides.
En esa, nuestra guerra, y ya en paz... ascenderé a una fría estrella, lejos, en lo profundo del firmamento.
Pregunto una vez más:
¿Quiénes son
esos insectos que aletean sobre la gleba?
¿Quiénes son
esos extranjeros, que se sienten tan lejanos a nuestra Tierra?».