miércoles, 23 de noviembre de 2022

Emanaciones de la Realidad: «Olvidar para vivir»



Hace unas semanas hablábamos sobre el real valor de la vida, y esta conversación se daba en medio del ritual normal que realizamos los pocos fines de semana que nos juntamos, acompañados de un vodka y unas horas de conversación... algo que escasea en estos tiempos que fluyen entre mensajes sin contenido, que se encierran en globos bajo la esclavitud de alguna maldita red social, y prisionera de cualquier celular que hoy ya reemplaza las viejas conversaciones... todos ya viven de mensajes cortos sin sentido... con la mirada perdida sobre un rectángulo siniestro que tiene embobados a los seres humanos.

Nos cuestionábamos sobre si la vida y la suma de ella es el todo, o lo que consideramos el global de lo vivido, o si a la vida hay que darle un sentido más profundo, aunque implique desechar casi todo lo que consideramos real o «MI» vida.

Yo soy de la idea de que todo debe ser eliminado de la mente... sacar de fondo los recuerdos y desecharlos como algo no importante, y voy más allá, y esto implica en que nada tiene valor en nuestra vida, solo esas cosas que suman algo a nuestra conciencia, a nuestro aprendizaje o a nuestra evolución. Sé que suena radical, pero no lo es. Nada es importante, ni familia, ni conocidos ni lo que ustedes llaman amigos, o parejas y todos los «recuerdos» que tengas de ellas, TODO ESTO DEBE SER ELIMINADO, y esto se logra con la simple fórmula de no sacarlo  a colación jamás en ninguna conversación, se deben encerrar en las habitaciones más profundas de nuestra mente.

Entonces, ¿Qué tendría valor?

¿Qué cosas deben ser consideradas importantes o recordables?

Y aquí - según yo - son muy pocas:

- Reflexiones en un bosque, o un campamento que te dejó algo.

- Tal vez algo positivo que hiciste: ayudar a alguien, apoyar algo, etc.

- Algún momento que te marcó en tu crecimiento personal.

- Etc. Esas cosas que son muy pocas... todo lo demás: carretes, mujeres, gente, trabajo, familiares que no ves casi nunca, todo en general... se debe desechar, y ahí vas a ver si realmente viviste,...

En mi caso solo guardo momentos, muy pocos momentos que siempre están relacionados con los bosques, la oscuridad, el frío, los inviernos lunares y las extensas charlas alrededor de una fogata... la ciudad no me ha dado nada que yo considere valioso, a lo más... los años que he vivido junto a mi gatito regalón «Títi»... y mientras la seudo realidad se devora el tiempo-no tiempo cada segundo que pasa me demuestra que incluso la humanidad que tanto desprecio sigue en estos lagos de fuego del que no pueden escapar... el mundo sigue demostrando que nada vale una pena... y que hay muy pocos instantes o momentos que sí valen una alegría...

 

En parte, esto lo vi reflejado en un cuento de Jorge Bucay, y aquí se los dejo:

 

«Esta es la historia de un hombre al que yo definiría como un buscador…

Un buscador es alguien que busca; no necesariamente alguien que encuentra.

Tampoco es alguien que, necesariamente, sabe qué es lo que está buscando. Es simplemente alguien para quien su vida es una búsqueda.

Un día, el buscador sintió que debía ir hacia la ciudad de Kammir. Había aprendido a hacer caso riguroso de estas sensaciones que venían de un lugar desconocido de sí mismo. Así que lo dejó todo y partió.

Después de dos días de marcha por los polvorientos caminos, divisó, a lo lejos, Kammir. Un poco antes de llegar al pueblo, le llamó mucho la atención una colina a la derecha del sendero. Estaba tapizada de un verde maravilloso y había un montón de árboles, pájaros y flores encantadores. La rodeaba por completo una especie de pequeña valla de madera lustrada.

Una portezuela de bronce lo invitaba a entrar. De pronto, sintió que olvidaba el pueblo y sucumbió ante la tentación de descansar por un momento en aquél lugar.

El buscador traspasó el portal y empezó a caminar lentamente entre las piedras blancas que estaban distribuidas como al azar, entre los árboles.

Dejó que sus ojos se posaran como mariposas en cada detalle de aquel paraíso multicolor.

Sus ojos eran los de un buscador, y quizá por eso descubrió aquella inscripción sobre una de las piedras:

Abdul Tareg, vivió 8 años, 6 meses, 2 semanas y 3 días.

Se sobrecogió un poco al darse cuenta de que aquella piedra no era simplemente una piedra: era una lápida. Sintió pena al pensar que un niño de tan corta edad estaba enterrado en aquel lugar.

Mirando a su alrededor, el hombre se dio cuenta de que la piedra de al lado también tenía una inscripción. Se acercó a leerla. Decía:

Yamir Kalib, vivió 5 años, 8 meses y 3 semanas.

El buscador se sintió terriblemente conmocionado. Aquel hermoso lugar era un cementerio, y cada piedra era una tumba.

Una por una, empezó a leer las lápidas. Todas tenían inscripciones similares: un nombre y el tiempo de vida exacto del muerto.

Pero lo que lo conectó con el espanto fue comprobar que el que más tiempo había vivido sobrepasaba apenas los once años…

Embargado por un dolor terrible, se sentó y se puso a llorar. El cuidador del cementerio pasaba por allí y se acercó. Lo miró llorar durante un rato en silencio y luego le preguntó si lloraba por algún familiar.

- No, por ningún familiar —dijo el buscador.

- ¿Qué pasa en este pueblo?

¿Qué cosa tan terrible hay en esta ciudad?

¿Por qué hay tantos niños muertos enterrados en este lugar?

¿Cuál es la horrible maldición que pesa sobre esta gente, que les ha obligado a construir un cementerio de niños?

 

El anciano sonrió y dijo:

- Puede usted serenarse. No hay tal maldición. Lo que pasa es que aquí tenemos una vieja costumbre. Le contaré…:

“Cuando un joven cumple quince años, sus padres le regalan una libreta como esta que tengo aquí, para que se la cuelgue al cuello. Es tradición entre nosotros que, a partir de ese momento, cada vez que uno disfruta intensamente de algo, abre la libreta y anota en ella:

A la izquierda, qué fue lo disfrutado.

A la derecha, cuánto tiempo duró el gozo.

Conoció a su novia y se enamoró de ella.

¿Cuánto tiempo duró esa pasión enorme y el placer de conocerla? ¿Una semana? ¿Dos? ¿Tres semanas y media…?

Y después, la emoción del primer beso, el placer maravilloso del primer beso… ¿Cuánto duró?

¿El minuto y medio del beso? ¿Dos días? ¿Una semana?

¿Y el embarazo y el nacimiento del primer hijo…?

¿Y la boda de los amigos?

¿Y el viaje más deseado?

¿Y el encuentro con el hermano que vuelve de un país lejano?

¿Cuánto tiempo duró el disfrutar de estas situaciones? ¿Horas? ¿Días?

Así, vamos anotando en la libreta cada momento que disfrutamos… Cada momento.

Cuando alguien se muere, es nuestra costumbre abrir su libreta y sumar el tiempo de lo disfrutado para escribirlo sobre su tumba. Porque ese es para nosotros el único y verdadero tiempo vivido”.»

 


 «Fui a los bosques porque deseaba vivir deliberadamente; enfrentar solo los hechos esenciales de la vida y ver si podía aprender lo que ella tenía que enseñar. Quise vivir profundamente y desechar todo aquello que no fuera vida… para no darme cuenta, en el momento de morir, de que no había vivido.»

HENRY DAVID THOREAU